Estoy demasiado cansado para escribir nada coherente. Vivo en un estado complicado de trajines y viajes que no me llevan a ningún sitio, aunque, eso sí, con pasajeros selectos. Un lío de idas y venidas, de gente en el trasiego, de cambios de atuendo y de mudas al cesto de la ropa. En fin, un acelerón de los acontecimientos, un empujón de las cosas.

Todo en este barullo va cambiando por momentos: ropa, disfraces, contertulios, destinos y horas de viaje. Me pierde la prisa por llegar a tiempo a sitios que ni puedo ni pretendo conocer y a los que, si alguna vez quisiera volver, confieso que no sabría cómo hacerlo.

Estoy cansado de hacer en tan poco rato tantas rutas, sin quitarle la vista a los que llevo delante para que no se pierdan solos, porque ellos tampoco conocen exactamente a donde vamos. Me siento turista accidental de mi propia vida, taxista rebelde de esquina en esquina, esperando que llueva o que truene y se suspendan las ceremonias previstas.

Ya no sé si voy o si vengo, ni a quién tengo que pasar a recoger ahora, para llevarlo o traerlo a que sé yo dónde, para que haga vete a saber qué. Ignoro si ahora es el turno de ir con corbata y chándal o si toca llevar zapatos y cargar en el coche las sillas de playa. O apuntar en la agenda las fechas que me dice y los sitios que me cuenta ese muchacho de ahí que, bueno, sé que su cara me suena, pero ahora mismo no me acuerdo bien de qué.

Este garabato ensañado del azar me ha enseñado, que puede que, en otros tiempos, la patria de un hombre fuera su infancia, cuando no había tantas rotondas y los terrenos estaban sin recalificar, pero que, esta semana, la de un padre llenos de hijos, es… su coche. ¡Un hurra por Mercedes! Y otro por Benz, también.