Bendito tiempo en que la noche acaricia con sus brazos frescos de río los azotes que el día infligió con látigos amarillos de doce colas. Que me deja respirar las esencias pretéritas de las estrellas, que titilan al verme, salpicando el azul nocturno de un cielo quedo que anhela verano en el horizonte.
Es tiempo de pensamientos, aquí, en este insólito armisticio de la vida que ocurre en mi patio de baldosas descoloridas de sol y de paredes encendidas de vigilia. Vuelos delicados sobre los viejos asuntos de siempre, que se convierten en nuevos otra vez. Derrota consentida sobre el mar de las palabras que embiste con olas de locura bañadas en el cuarto menguante de la luna.
El relámpago de un ruido me saca del torbellino interior. Es la cancela de un vecino que ofrece gratuitamente su delación a la atención de todo el vecindario. Alentadas por su éxito de público, arrancan en una melodía incoherente, modulada sin ritmo ni patrón, los instrumentos de madera de la orquesta de puertas indiscretas de la calle adyacente.
Los metales de las cocheras suben el tono del concierto con su estridencia de cuchillo que rasga el aire. Un coche que intenta aparcar sosiega el estribillo con su bajo continuo y torpe. Suenan algunas voces esbozando una letra deshilada de llamadas y órdenes. Una moto, que sube la cuesta, ejecuta un solo sublime que eriza la piel y retiembla en los cristales emocionados que se despiertan del duermevela. Sólo en el calderón de los camiones se puede sincopar esta música, que acaba en aplausos de agua de llave sobre el estanque de peces, al otro lado de la calle.
Queda un silencio atravesado de hojas silbadas por la brisa, que permite escuchar cómo se acerca el verano ajustando su paso al de las horas. Vuelvo a la melancolía de la palabras sin escritura, rondadoras habituales en mis noches exhaustas de luna.
Allá, arriba, baja la persiana de aluminio, desgranando los adioses de sus agujeros al mundo que se van cerrando en fila, no sin antes dejarme ver en ellos el resplandor de una luz somnolienta que parpadea ordenadamente con invitaciones de compañía.
Conocer estos ruidos me enciende la verdad de saber que no estoy solo. Que no soy ciego que necesita huir de su propio laberinto de campanas. Que me acompañan en mi propia melodía, los armónicos impredecibles de este ruido de fondo anárquico. Como mi ruido se acopla con ternura, al de las otras voces de mi vida.
Huyo del vacío y me dedico a escuchar este ruido de fondo que, sinceramente, agradezco.
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