Siempre he sido búho que observa el mundo cuando anda medio dormido. Tengo los ojos abiertos desde muy pequeño y atiendo a las olas por las que navego, sintiendo la espuma y el bamboleo de su superficie líquida. Me fijo en los remolinos, en los peces, en la sal y en el vuelo de las burbujas que afloran jugando con Arquímedes y explotando luego, para perderse en el azar del viento.
No asisto al espectáculo de modo inocente, sino que me gusta enredar el tiempo de la madeja que se devana a mi paso. Mi tacto enturbia o aclara el paisaje, mis pies remueven las piedras del camino. Mi corazón da calor al aire que entra en mi pecho y, cuando sale de mí, se convierte en brisa suave que besa de lleno o en viento que aleja de golpe lo que tenía más cerca.
Este es el principio de mi incertidumbre. Del asombro del efecto que ocurre cuando mi tránsito transcurre despacio. De la forma incontrolable de alterar la vida que me ocurre alrededor y de por qué el azar me persigue tan de cerca, o tan de lejos, que se tiene que apartar para que no le pise los flecos.
Desde que escribo aquí, ha cambiado mi manera de ver el mundo. Ahora tengo un remo, para ir más deprisa y llegar más lejos. Pero me he dado cuenta, quizá tarde, que cuantas más paladas doy, más fuerte desconciertan, más nublan la visión, más salpica el corazón, más misterios burbujean. Y más trepida indecisa mi línea inquieta de flotación.
Confieso no percibir la realidad del mismo modo que antes. Del mismo modo que confieso el miedo que ahora me asalta, cuando dejo colgando a la deriva mis palabras engarzadas en este viento electrónico y fugaz que sopla sin regla fija. Sin saber, si no debiera recoger todas mis letras de sotavento y dejar que se pudrieran olvidadas en un fichero.
La vida, también se altera cuando la miras desde el espejo; porque la imagen que brota en su reflejo, a veces, es más compleja de lo que parece.
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