Cada vez que pasaba por delante del espejo, se miraba en él. No era un asomo de vanidad que le empujara a revisar su atavío que, por otra parte, era más bien juvenil y sencillo. Ni tampoco un vislumbre altanero de alguien que necesitase retocar continuamente una máscara permanente con la que mostrarse al mundo.

Era, más bien, un acto instintivo, espontáneo. Le mordía la curiosidad desde que, por azar, descubrió unas luces cálidas que salían del espejo, si lo miraba desde un cierto ángulo. Observaba con meticulosa atención todos los reflejos durante largo rato, reflexionando, a la vez, sobre su esencia imprevisible y experimentando, con gusto, sus efectos a corto plazo.

Pasaba tan despacio el tiempo delante de él, que era capaz de imaginar vidas enteras reluciendo en su interior, sin tener en cuenta más condición, que la no poner en ello todo el corazón y guardarse un poco para luego. Lo malo es que después, no podía evitar sacarlas del espejo y querer vivirlas de una vez. Y como no podía alterar el mundo que tenía alrededor, escogía pedazos de realidad para ponérselos delante y verlos sonrojarse en su reflejo.

Hasta que un día, era de esperar, no cabe duda, llegó el momento en que ya no sabía a donde mirar. Porque en todas partes veía su espejo, en todos sitios, a cada momento: en la casa y en el exterior, en la vigilia y en el sueño… incluso en el amor. Se sentía incrustada en una trampa de felicidad, en una bomba de relojería que amenazaba con hacer estallar por completo su vida.

Todas las cosas duran eternamente… hasta que se acaban. Y un rayo imprevisto de su lucidez perdida le hizo entender que había que terminar la partida. De un golpe seco, sin dejar de sufrir ni un solo instante, asestó sin gana un adiós definitivo, envuelto en hermosas palabras, en el mismo centro del espejo. La superficie brillante, a ambos lados, se deshizo en diamantes salados sobre el suelo.

Ahora, yo también, cada vez que pase por delante de un espejo, me miraré en él. Para echar de menos, otra vez, las palabras y los besos que, con un claro de su luna, me dejó grabados a fuego en la memoria de la piel.