Con una invitación como la que me hizo destino, era imposible no intentar cumplir este meme en el que se cuentan cosas de hace diez, cinco y un año; y se habla de ayer, hoy y mañana. También, en el meme, se hace referencia a los años venideros, pero yo no he escrito nada sobre ellos porque trae mala suerte. No, no soy nada supersticioso, maniático tal vez, pero por si acaso.
No invito a nadie que no quiera hacerlo, pero todos los que pasen por aquí, y les apetezca, pueden considerarse invitados a llevarlo a cabo.
Aquel hoy, el de hace diez años, era un tiempo intranquilo. Una etapa de dudas altisonantes que después resultaron ser banalidades. Me empeñaba en decidir lo que no estaba en mi mano y, claro, me equivocaba en todo. Me apretaban las semanas que duraban meses y los meses que duraban años. Excepto el verano, que pasaba caluroso como la ráfaga de calor que sale de la rejilla de un restaurante al paso de los transeúntes. Pasaron muchos a mi lado sin que les mirase a la cara. Si pudiera volver, los devoraría con la mirada y les diría lo que ahora sé, aún sin saber nada. Por suerte conocí, más o menos en ese tiempo, a los amigos con los que he quedado para mañana.
Para mañana ya no seré yo. Otro ocupará mi sitio y mis defectos. Otro con más barba y con menos pelo. Con más kilos de más y menos instantes de menos. Búho y princesa sentados a la misma mesa, deseando nuevas casualidades que me sacudan la espera del porvenir, mientras termino de decidir si atravieso el espejo o si dejo de vivir en el reflejo.
El reflejo del año pasado sólo me duró una noche de verano, en la que el azar me llamó a la ventana con unos y ceros encerrados en almíbar. De entonces no recuerdo frío, ni calor, ni tiempo, ni brisa. Sólo unos ojos, esquivos primero, tiernos después, que se me fueron deprisa. Y una canción. ¡Cómo hablar, si nos atropelló el momento de la despedida!
La despedida de hace unos cinco años, algo menos, fue la mayor de las alegrías. Después de tantas certezas inmutables, que más tarde resultaron ser tonterías, errores cambiantes, se acortaron los años y los meses. Y con ellos el invierno, que pasó de durar mil fríos a uno sólo. Una lluvia prolongada, sobre los ojos de un niño, me apresuró las idas y venidas del corazón a la montaña hasta que, en un respingo del azar, el mapa de mi mundo se dobló por el sitio exacto para comerse los kilómetros de soledad que ya nunca más quiero atravesar.
Quiero atravesar el futuro montado en el hoy, que es siempre. Encerrado en la cárcel del día a día, me tomo el descanso de mirar por esta ventana a la gente que pasa y me saluda con alegría. Y escribo en voz alta, inventándome una vida que quisiera vivir además de la mía. Un actor en el escenario redondo, que escribe poemas mientras coloca la vajilla y se le cae de las manos. Pintando trascendencias minúsculas en abalorios, sobre el colchón de las tardes. Pamplineando, ya sabes. Esperando, tal vez, que no se me escape del todo el ayer.
Ayer esperaba saber de ti. No sé, un instinto. Seguramente, una corazonada contraria, porque no es que confiara en tu memoria, sino que se desbordó la mía sobre la noche tan clara de luna como oscura de espera. Mientras, en voz bajita, me volvía a decir a mí mismo las palabras que tengo estudiado decirte en la próxima vida.
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