Me gusta jugar con las palabras en las noches de duda llena. Sugerirles alianzas imposibles, metáforas inauditas y sueños a sotavento de las ventanas. Rizar los rizos de su semántica más tierna y hacer puzles indómitos con lo absurdo de las letras.
Alguna vez las encuentro de humor y al proponerles el trato, aceptan de buena gana. Me sientan a teclear en el sillón para que sienta sus cientos de algarabías en el «pararrisas» de la pantalla.
Entonces se desnudan ante mí, se quitan al vuelo su propio significado y se visten de nuevo para empeñarse en contradecir, oscureciendo los hechos y cambiándose los nombres, enunciados alternos cantados a muchas voces.
Si me despisto un momento, me puedo encontrar a la luna, acompañada como la una, en lo más alto del llano, que ya no está plano, de una tierra que entierra secretos a veces a voces. El sí y el no abrazados a un sino, si no cansino, por lo menos cansado. O me quedo encantado en un cuento que canta canciones de cuentas de colores y me enseña a contar hacia atrás los días pero hacia delante las noches.
Cuando el juego termina, nada es verdad, porque me asusta, y nada es mentira, porque no me gusta. Ni importa un pimiento si es realidad o un invento, o si todo depende del color del cristal o de la fase de la luna. Sólo se entiende lo que se quiere entender, especialmente, si nos gusta.
Sin embargo, entre todas, hay una palabra que nunca se inmuta. Un pronombre personal, e intransferible, que se me pone posesivo. A veces, indeterminado; o incluso colectivo. Que cuando salta sobre los renglones, con su tilde repeinada sobre el flequillo, acaba con el jolgorio y cambia de golpe las condiciones.
Entonces me sobresale el corazón y se me pierde la cabeza, para escribir, con las diez bocas que tengo encaramadas al púlpito de las teclas, caricias de sabores dulces y luces adormiladas de la memoria. Para que cuando salgas tú, sonando a trompeta escrita en esta neblina electrónica, te reconozcas en ella. Y puedas tomarte todo lo que te digo… al pie de la letra.
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