Una colección de instantes

noviembre2024 (Página 3 de 3)

Tarta

Aún no sabe nada, ni siquiera tiene tres años. Con su pelo transparente sale a correr por el patio de chinorros como si no existiera en el mundo otra cosa que la brisa que se le mete en los ojos.

Le veo jugar haciendo torres de arena que se caen en escombro con estricta física, sin el más mínimo respeto por las manos de niño que las levantan. Pero él, que no se deja engañar por la realidad, clava palitos en el montón de arena regalado por la gravedad y las convierte en tarta de cumpleaños infinitos.

Me llama para que sople, pero hasta para mí son demasiados palitos y tiene que ayudarme un poquito con el aire que me falta. Entonces me alejo de su fantasía —no vaya a ser contagiosa y me cuenten los años que he soplado—, y llego hasta donde el sol me conforta de este invierno que se adelanta.

Me pierdo en mis pensamientos, en el pulular de los grillos exhaustos de risa que campan por el patio, en la tibieza de la mañana que espera tarde. Medito mis propios asuntos sin perder detalle de la aventura de los chinos.

Entonces, un llanto me gira el cuello hacia sus ojos azules empañados. Está sólo, de pie, buscando una mano. Me he ido de su vida tan sólo un instante y me echa de menos con toda la fuerza de su espíritu.

Lo llamo desde lejos y al verme respira aliviado mi nombre de batalla. Suelta los aperos de la arena y se viene conmigo. Lo miro andar inseguro, con ese titubeo de piernas que me pone en duda el equilibrio, como si el patio se moviese para todos, sin saber si rodará primero por los suelos su corazón o el mío.

——Te había hecho otra tarta y te has ido.

Agarrado a mi pierna, como un llavero de bolsillo, damos pasos pequeñitos mientras cambia su pena, otra vez, por alegría. Y allí estoy yo, como al otro lado del espejo, como sombrerero loco en una fiesta continua. Y sin saber, como nunca sé, cuál es mi papel en el corazón de los otros.

Me abruma entonces la nostalgia futura, porque sé que, no tardará mucho, el azar separa todos los caminos. Y yo me acordaré de su nombre pero a él, seguramente, no le dará tiempo a aprenderse el mío.

Mañana es el día

Mañana es el día. Escribo con prisa, apenas me queda tiempo entre atasco y atasco para agotar la jornada, y no puedo parar ni un momento.

Necesito que hoy pase deprisa, que se agoten los minutos de la impaciencia, que se gasten con los nervios acumulados. Porque mañana es el día y no puedo esperar tanto.

Se me pararán por la mañana un puñado de corazones, andurreando por los pasillos sin poderse estar quietos. Mirando el reloj, respirando flojito, devanando la espera en sus largos hilos. Mañana es el día en que la vida decide sobre la mesa de operaciones.

A todas horas tenemos encuentros y desencuentros con el azar, con el destino. Unas veces nos deja heridos de muerte, o heridos de vida o, sencillamente, heridos. Todos los días son días de equilibrio complejo, todas las noches pueden ser noches de sueño, todos los viajes esperan siempre una salida. Pero el de mañana es un salto gigante, un salto distinto. Un triple mortal hacia delante con la vida pendiente de un hilo.

Mañana es el día, el más largo, el más intenso, el más esperado. Mañana es el único día. Y, después, no sabemos.

Por eso quiero que mi corazón galope esta tarde, que recorra la distancia más rápido que nunca, que vuelen las manecillas de todos los relojes. Para llegar pronto a mañana y liberar de un soplo todas las mariposas, tuyas, mías, que te tengo guardadas en el estómago.

No me gusta anclarme en el pasado ni volver atrás la vista, como tampoco me gusta atragantarme de futuro. Pero hoy estoy seguro de que quiero que llegue mañana deprisa, para que, rías o llores cuando hables conmigo, yo pueda decirte, como siempre te digo, que hoy es el día que más te necesito.

Tengo que seguir corriendo sin tomarme ni un respiro, no puedo descansar ni un momento. No voy a hacer parada ninguna porque el gran día es mañana. O nunca.

Ciclos

Desde que yo recuerdo, mis años siempre comienzan en septiembre y acaban en junio. Y el verano es una prórroga, un añadido especial que sólo cuenta para los niños, un paréntesis en el que la vida afloja el paso, se vuelve volátil y se hace aún más leve su transcurso.

Junio me deja siempre en un estado de ánimo reflexivo, mirando atrás, cerrando círculos, escarbando en la memoria los instantes que se escapan como agua entre las manos, imaginando que hay un futuro más allá del verano.

Pero en diciembre, aunque con mucha menos intensidad, no puedo sustraerme a la sensación general de fin de ciclo que todo el mundo expresa de una forma u otra. La revisión del año que termina, los deseos para el que comienza, los brindis que emplazan citas para un futuro incierto pero irrenunciable, la renovación de promesas personales aun sabiendo que difícilmente se cumplirán…

En estos días le doy vueltas a algunos de esos asuntos —meditar es demasiado «palabro» para mis pensamientos de mucho ruido y pocas luces— con los que me vuelvo a asombrar periódicamente y que me acaban produciendo unas cuantas certezas emotivas, que, al fin y al cabo, son las únicas certezas posibles.

Lo primero que me viene a la cabeza es la imparable aceleración de la vida. Al niño que fui le parecían larguísimos los años, empeñado como estaba en «ser mayor», en entrar en el mundo adulto que tenía alrededor y que parecía tan apetecible. Pero conforme han ido llegando arrugas, se han acortado los años que, ahora, no son más que parpadeos que nadie puede detener en su caída libre.

Además, la memoria ayuda contrayendo los recuerdos, perdiendo fechas en el mar de los días, manipulando momentos y poniendo, al lado unos de otros, instantes que ocurrieron separados por tanto tiempo que casi casi podrían pertenecer a distintas vidas.

Me sorprende profundamente la pasmosa naturalidad con la que aceptamos la fuerza centrífuga del mundo, que aparta de nuestro lado, por diversos motivos, casi siempre tristes, a seres que, en cada momento, sentimos como queridos. Ausencias más o menos breves —y a veces, definitivas— de aquellos que nos dejaron huella al mismo tiempo que con ella se llevan parte de lo que fuimos.

Y, al mismo ritmo que desaparecen de nuestra vida, van apareciendo otros, ocupando su tiempo —que no su lugar en el corazón— y rellenando los días. Me doy cuenta que devenimos en una espiral que gira tan deprisa que convierte los finales en principios, las rutinas en levedad, el vértigo de vivir en carrera de obstáculos. Y el amor, que primero fue loco, se acaba enredando en la cordura de los contratos de paridad.

Me agobia la invasión de lo inútil, el apogeo televisivo de los parásitos, el asedio de las marcas registradas, el esfuerzo anodino que nos ocupan los cachivaches absurdos que no sirven para nada. La necesidades innecesarias de nuevo cuño, la urgencia con que nos aprieta lo intrascendente, la proliferación invencible de los hombres grises y la mutación irreversible del gen que nos convierte en «capullos».

Me estremecen los fanáticos, los agoreros, los hipócritas. Los que siempre tienen preferencia, sea cual sea la vía para tenerla. Los que piensan que empezar una guerra es como ir a la oficina y los que van a la oficina como si empezaran una guerra. Los dictadores disfrazados de corderos y los corderos camuflados como audiencia.

Quizá precisamente por todo eso, me he dado cuenta de que cada vez amo más las cosas pequeñas. En ellas es en donde más cómodo me siento y por eso las busco a mi alrededor, en un gesto amable, en una sonrisa pícara, en una lágrima furtiva que resbala mejillas de dos en dos. Una frase, una poesía, una canción, una buena discusión que acabe con una cerveza, la cara de una nube o una historia que me haga llorar, aunque sea de risa.

Quiero desearme para el futuro tan sólo cosas pequeñas. Que el mundo siga jugando conmigo al ajedrez y que, en alguna partida, de vez en cuando, se deje vencer. Que siga cayendo en todas las trampas que me ponga el azar, sin saltarme ninguna, y que me pueda levantar de todas, a ser posible, con tu ayuda.

Que siga sintiendo cerca las otras vidas que vivo en cuerpos pequeñitos, que pueda mirar atrás a menudo sin querer volver al principio. Que la sombra de otros días no tape el sol de hoy ni la lluvia de mañana. Que nunca se salde mi deuda contigo.

Sólo deseo otro año de cosas pequeñas, que me leas, que me escribas, que me nombres. Y que de todo lo que deseas para mí, este año o algún día, yo pueda devolverte el doble.

Palabras

Alguna vez he tenido la tentación de buscar la palabra más bella del diccionario. No sé por qué nos gustan tanto las listas, ni de donde viene nuestra veneración ancestral por el número uno. Debe ser que somos seres de pensamiento gregario, que sólo sabemos discernir apoyándonos en los opuestos y por eso nuestra debilidad por saber qué es lo más, lo primero, lo distintivo.

He visto que no soy el primero, ni seré el último, en la lista de buscadores de esa inútil hazaña. Encontré en internet una página en la que se había organizado una votación en toda regla, como si ahora, también, la belleza tuviese que ser democrática. Estas son las cien primeras palabras, las más hermosas en castellano, según parece:

abrazo | agua | alba | albahaca | alborada | alegría | alféizar | algarabía | alhelí | alma | almohada | amanecer | amapola | amar | amigo | amistad | amor | añoranza | armonía | aurora | azahar | azul | belleza | beso | burbuja | caleidoscopio | caricia | cariño | chocolate | cielo | corazón | crepúsculo | cristal | deseo | dios | dulzura | empatía | esperanza | estrella | familia | fantasía | fe | felicidad | gracias | hallazgo | hijo | humanidad | humildad | ilusión | jazmín | justicia | lágrima | lapislázuli | lealtad | libélula | libertad | lluvia | luciérnaga | luna | luz | madre | magia | mamá | mandarina | mar | mariposa | melancolía | mujer | murciélago | música | naturaleza | nostalgia | ojalá | palabra | pasión | paz | perdón | primavera | respeto | rocío | sabiduría | salud | sentimiento | serenidad | silencio | sinceridad | sol | soledad | solidaridad | sonrisa | soñar | sublime | sueño | susurro | ternura | tolerancia | universo | utopía | verdad | vida

Y, de entre todas, dime qué deseas y te diré lo que te falta, las cuatro más votadas fueron:

amor | libertad | paz | vida

Aunque todas son bonitas, yo ya tengo mis candidatas, que no están en ninguna lista de palabras. Ni siquiera están escritas, porque sólo me atrevo a decirlas en voz bajita, cuando nadie me escucha ni me atiende, que es casi siempre. Las palabras más hermosas, dime qué deseas y te diré lo que te falta, son las que te escucho decir cuando me abrazas.

Quiso coger el coche

Quiso coger el coche para bajar al estanco pero le llamó la atención una cierta falta de simetría que se percibía en la cochera. La mala suerte había tomado forma de rueda y siendo día de fiesta no habría ningún taller que resolviese el pinchazo.

Así que cogió el abrigo instintivamente, efecto del calendario, y salió andando por la calle hacia la zona comercial que debía estar hirviendo de gentes. Sin embargo, el sol invernal es traicionero y a mitad de camino hubo que quitarse la prenda larga y doblarla torpemente sobre el brazo. La mala suerte que antes era rueda, adoptó ahora la forma de un charco.

Tardó unos segundos en decidir si le convenía volver y acicalarse o seguir adelante, cuando apareció en ese instante el autobús urbano que aceleraría su asunto. No se notaba en demasía la mancha sobre la oscuridad doblada del abrigo, así que, rebuscó monedas y subió al primer peldaño. Disfrazada de inercia, fue la mala suerte la que dio con sus huesos en la moqueta.

Ella le tendió mano y sonrisa, y le ofreció el asiento de al lado. Conversaron vagamente, mirándose a la cara, extrañados del paraíso. Cuando ella toco el timbré solicitando parada, él sonrió lo indecible al saber que era la misma que la suya. Bajó el escalón a su lado, puede que un poco nervioso, y escuchó la voz de la mala suerte que provenía de un novio que la besaba.

Con la palabra en la boca, se encaminó hacia una tienda para hacer la compra que traía de recado. No podía ser de otra forma, todo estaba cerrado, era fiesta, ¡cómo podía haberlo olvidado! Esto no era mala suerte, seguro; más bien, era mala cabeza.

Emprendió el camino de vuelta con gesto resignado. Le persiguieron más peripecias de la mala suerte: tardó el autobús de vuelta, se confundió de parada y anduvo un trecho de más, a punto estuvo de morderle un perro que sacó la cabeza por la verja de una casa… En fin, una odisea de secano hasta que por fin pudo abrir la puerta de casa y resoplar en el rellano.

Pero incluso allí dentro volvió a parpadear la mala suerte con la lucecita roja del contestador. Al descolgar escuchó una voz de mujer que le decía: «Es la tercera vez que te llamo y no me contestas. Hoy es fiesta y está todo cerrado, seguro que estás en casa. Al menos podías haber dado la cara y responder a mi llamada. No voy a perder más tiempo contigo. Hasta nunca.»

Abatido, resignado, cabizbajo y triste, se asomó al balcón para perder sus pensamientos en el horizonte, para decidir si era el día apropiado para intentar arreglar el malentendido. Saludó con un gesto al vecino del otro lado de la verja que andaba con la familia haciendo preparativos para una fiesta y se sintió abandonado por la suerte y solo.

El vecino, atareado, respondió con la mano mirándolo de reojo, mascullando envidia por todos sus poros: «Guapo, joven, rico, sin hijos y sin suegra. ¡Menudo cabrón! ¡Eso es un tío con suerte!».

Y yo, como gato encaramado en la verja, que tomando el sol reflexiono sobre mis siete pasos por la tierra, si pudiese hablar, a los dos les diría que toda la vida es azar y que todo el azar es vida, pero la suerte… no.

La suerte no depende de la vida ni del azar. La suerte es un sentimiento pasajero que se nos enreda en el corazón.

Doce pensamientos

Pasar de un año a otro sólo es cuestión de un segundo. El tiempo que se tarda en unir dos puntos contiguos de la órbita minúscula de una mota de polvo, que gravita sobre una estrella mediocre de una galaxia pequeña.

Sólo es cuestión de un suspiro. Exhalar mañana el aire que respiramos hoy, captar la luz emitida en el instante anterior, escuchar el sonido que nació en otro guarismo del tiempo. Sin ser conscientes que, aunque creamos ser los mismos, no brindará con nosotros ni una sola célula de las que hace trece lunas levantaron nuestra copa a la altura de la cabeza.

Vamos dejando un rastro volátil, aviones de tiza que pintan sus rayas en el cielo de una mañana clara para que las desvanezca el viento. Se pierde nuestra estela en el espacio como la de pájaros que vuelan en la niebla. Sólo perdura nuestra insignificancia menuda, nuestra levedad relativa, nuestra fragilidad más absoluta.

Pero éste es un viaje irrenunciable, fugitivos desde el nacimiento, de una travesía sin retorno por el trocito de universo que atraviesa la mota de polvo. Creemos ser los mismos en el trayecto, necesitamos saber que servimos para algo y para alguien. Contamos los años como victoria mínima sobre la fugacidad de la vida e inventamos ritos contra el desamparo en lo inesperado del futuro.

Esta noche el planeta pasará otra vez por el sitio exacto y yo estaré esperando el instante preciso con las uvas en la mano, muy ligero de equipaje, sintiéndome muy pequeño.

Voy a pasar de un año a otro, llevándome tan sólo doce pensamientos. Prepárate porque, si quieres, tú te vienes conmigo en todos.

Números

Atávica y remota, la necesidad de descifrar la suerte me invadió la mente y me aceleró el corazón. Después del accidente afortunado, yo quise rondarle la idea de aprovechar el tirón, de controlar las buenas vibraciones y poner en números algún sueño de futuro.

Le había reventado la mala suerte en una rueda, desperdiciando el aire en plena autopista. Pero en lugar de manchar de sangre los hierros, pudo controlar la deriva y aterrizar en el arcén como quien se queda sin gasolina.

Con el cuerpo aún estremecido y el corazón latiendo en las rodillas, no pudo ver como, al otro lado de la mediana, en una grúa que viajaba sin servicio, iba un ser humano con vocación de ayuda, de esos que no salen en los diarios, ni reciben premios en Suecia, ni nadie los entrevista nunca.

Pero existen, aunque no reparamos en ellos y nos parezcan invisibles, y siempre están dando la vuelta en la siguiente salida, parándose delante de nuestro coche y alumbrando el instante con su sonrisa:

——¿Está usted bien? Parece que he llegado a tiempo.

Más tarde, mientras me lo contaba todo en la cercanía de tenernos lejos, yo fui testigo privilegiado de cómo barajaba sus números de nacimiento, los guarismos del día, los dígitos de la grúa y la placa de su auto. Intentando acertar, exprimiendo las migajas que nos muestra el azar, como jugando, sin más intención que probar sortilegios caseros de magia.

Así escribió con cruces en el renglón de los adivinos… dos, siete, nueve, once, treinta y cuatro, cuarenta y seis… cuarenta y cinco… veintisiete… Pero por más que nos empeñemos, sería conveniente saber, que no son los números los que llaman a la suerte.

Es la suerte la que nos llama con números. Pero siempre nos los cuenta después y, por eso, raramente funcionan los hechizos que inventamos. Aunque tal vez sea que olvidamos todo lo que nos depara el azar o que no entendemos bien los mensajes que nos manda.

Porque después nos hemos vuelto a ver varias veces, cada vez más cerca, desde tan lejos. Y dos, siete, nueve, once, treinta y cuatro, cuarenta y seis… cuarenta y cinco… veintisiete… son desde entonces, estoy seguro, los números de mi suerte.

Pianista

Cada nota es importante desde tus dedos afinados que trotan sobre las teclas como ensayando pasos de baile. Haces sonar un corazón metido dentro del piano, con latidos que retardan lo profundo de los abismos y se aceleran de alegría, resbalando corcheas por sus dientes blancos.

Y late mi corazón al unísono, cuando te veo de espaldas, prodigando caricias entonadas en la sonrisa eterna del instrumento. El aire se llena de emociones que estallan en el equilibrio de un orden concreto, deshaciendo en pequeñas gotas la sustancia de la que están hechos los sueños.

Es una victoria sobre el caos, un triunfo de la armonía, un eco de sentimientos antiguos que rebosan melancolía por las cinco líneas de un mundo plano. Pero, de tus manos, cuando percuten sortilegios, fluye un aire nuevo que rellena la tarde de instantes revividos y serenos.

Podría estar escuchándote toda la vida porque tus manos devoran el tiempo con notas sostenidas, porque me alimentan de cielo tus dedos, porque tu música es sueño y el sueño es vida. ¡No, no! No permitas que tus dedos descansen. Deja que cabalguen persiguiendo octavas por esa escalera de emociones negras y blancas que me conduce al cielo.

Amo tus dedos largos, bailarines de peldaños, porque me transportan a sitios que jamás habría imaginado. Porque me acarician desde lejos con un cariño de fusa, con un calderón de recuerdos sostenidos entre la luna y tus besos.

Y acabo envidiando tus manos, porque, en este otro teclado pequeñito, las mías nunca consiguen llevarte a ningún lado, ni encontrarte en ningún sitio.

Un par de canciones

Hay canciones que se convierten en himnos de una generación, que se oyen como bandera. Hay canciones que traspasan todas las fronteras, las del idioma, las del espacio y, especialmente, las del corazón.

Hay canciones que nos mueven el cuerpo, que nos levantan las manos y nos retuercen los pies. También hay canciones que nos encuentran la cintura que perdimos quién sabe cuando ni con quién.

Hay canciones, apostadas a la vuelta de la esquina de un dial, que traen de regalo antiguas lágrimas vueltas a derramar. O traen besos perdidos o cuentos sin acabar que alguna vez escribimos y que nunca podremos terminar porque las viejas canciones que los traen, los rebobinan hasta el principio.

Pero también hay canciones que te hablan al oído, que te cuentan lo que ya sabías y no te atrevías a creer. Canciones que te desvelan el mundo, que te inyectan energía para crecer, que te aciertan en todo el gusto. Hay canciones que parece que están hechas pensando en uno, que siempre están recién escritas.

Y a mí me gusta cantarlas, aunque no sé nada de pentagramas, y deshacerlas en el aire con mi voz de sapo exprimiéndose por la garganta. Suelo hacerlo bajito, como un susurro, como una invocación, como cura para mis males. Para no molestar a nadie y que no quede constancia del asunto.

Pero hay veces que las canto a voz en grito —para tortura de mis vecinos— y para que del cielo me lluevan todos los amores que alguna vez he perdido. Aunque me temo que necesitaré más de un par de canciones. Así pues, aviso, y que el mundo se vaya preparando los oídos.

Adivinos

Desde los sacrificios hasta la cortesía para los estornudos. Desde las ofrendas hasta el amarillo de los actores, de las fiestas de la cosecha hasta las uvas y el acebo.

Desde los megalitos a los sismógrafos, desde el brujo hasta la astronomía. De los chamanes a la química, del curandero al cirujano, de los saludos cotidianos hasta la lotería.

Todos los ritos que en el mundo han sido, tienen su base en la búsqueda de la suerte, en esa necesidad que tenemos de adelantarnos, de provocar, lo favorable o desfavorable de los acontecimientos venideros. En la pulsión por controlar nuestro entorno cuando avanza hacia el futuro. En esta ansia irrenunciable de saber las cosas antes de que ocurran.

Muchos han asegurado, a lo largo de los tiempos, saber predecir el futuro echando mano de técnicas diversas e imaginativas. Estrellas, runas, vísceras, huesos y un sinfín de elementos que, combinados apropiadamente, producen un lenguaje adivinativo.

Pero a mí, que me dejen en paz con las cartas y los oráculos. Yo sólo creo en los sueños.

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