Pierdo los nervios a manojos, pero los encuentro pronto, y soy más vulnerable a la palabra que lo que dejo entrever. Afectuoso, pero distante, me muestro más cercano bajo el influjo de esa clase de ojos que siempre reflejan luna llena aunque sea de día y esté menguante. Entonces me gusta poner el corazón por delante y dejar que me lo trasteen despacito.
Como también me gusta dejarme palpar enterico por quienes insisten haberme visto en un sueño. Entre tanto, no permito acercamientos y menos aún si son platónicos, y es por ello que me enroco por el lado de la reina y me encierro en la torre, a salvo de las miradas indiscretas.
Esa es la razón por la que nadie me reconoce, porque no me gusta darme deprisa. Prefiero ser sorpresa que rutina, ser misterio antes que gato encerrado. Me gusta guardar los secretos que me dicen al oído y conversar largo y tendido hablando en clave preferiblemente de luna en lugar de sol. Pero no sobre asuntos de amor, que son muy aburridos, sino sobre las pequeñas cosas de la vida que guardamos en el corazón.
Tengo el don del optimismo y la pesada carga de buscar continuamente el equilibrio. Por eso, cuando miro la botella, coincido conmigo mismo en verla media, a secas. Soy sensible, pero no romántico, en todo caso, un sentimental, que le gusta mirar atrás; no para querer volver al principio, sino para regar un poquito la hierba que pisamos al pasar.
Siempre estoy pendiente de todo, soy observador minucioso de cuántos me interesa observar. De los demás, la verdad es que paso un poco y no me suelo fijar. Mi primera impresión de alguien no coincide con la primera vez que lo vi, porque en esa fase tan temprana más bien ignoro lo desconocido. Sino que, de repente, un gesto, una palabra o un mohín, me despiertan los ojos y me doy cuenta de que hay alguien a mi lado que antes no estaba ahí.
Y no espero nada de nadie, para que nadie me haga sufrir. No juzgo, prefiero que, por lo menos, los amigos, no me confundan con un testigo, y omito fijarme en los defectos, para no sentirme mezquino. En los demás sólo veo virtudes, especialmente aquellas que yo no tengo el detalle de practicar…
Es muy corriente, porque soy descolocante, que cuando alguien se me acerca un poquito y empieza a conocerme, piense que vengo de un mundo distante. Pero aún no he conseguido volar en bicicleta ni que se me encienda el dedo, y mira que lo he intentado veces…
No soy fiel, que soy platillo quizá volante; ni tampoco infiel, en todo caso, no practicante. Me gusta parecer humilde, pero reconozco que en mí dormita un marisabidillo del todo a cien que sabe hacer de las suyas cuando todos lo miran y nadie lo ve.
Cuando escribo, es superior a mis fuerzas y no puedo evitarlo, siempre intento levantar los pies del suelo para trascender un poquito, para mirar todo y mirarme desde lejos, como si yo fuese un actor que hace de mí mismo.
Pongo el corazón en todas las ventanas, pero eso sí, nunca lo pongo todo sino, más o menos, la parte que tengo desocupada. Pero no cruzo el umbral, porque odio las puertas cerradas que me impiden el paso y no me dejan ver lo que hay detrás. También odio las que están abiertas, porque me invitan a pasar y no es que no tenga voluntad, es que la que tengo es muy caprichosa.
Siempre digo la verdad, mi verdad minúscula, con la rara habilidad inconsciente de que a todos les parezca mentira. Como efecto secundario, nadie me cree y lo más normal es que se rían y me tomen a cachondeo. El caso es que ya me he acostumbrado y también le sonrío a esta certeza de saber que no hay nada más increíble que la verdad.
Así soy yo o, mejor dicho, así me veo. Y así me veo porque es lo que los demás me hacen saber sobre mí. Conocerse es un asunto peliagudo que nadie puede hacer solo, porque la única manera de aprender cosas de uno mismo es mirarse en otros ojos.
Quizá, si me viesen otros, nunca podré saberlo, yo me parecería distinto. Esa es la incurable maldición que me acecha en todos los espejos.
Pintor que me has pintado
en este cuadro vago de la vida,
tan bien, que casi
parezco de verdad; ¡ay, pínta—
me nuevamente, y mal, de modo
que parezca mentira!
(Juan Ramón Jiménez, Ceniza de Rosas, 1912)