Una colección de instantes

julio2024 (Página 3 de 4)

Posibilidad

Puede ser que la estrechez de tu cintura tome la forma de mis manos, que la suavidad de tu piel se confunda con la brisa que dejas al pasar y que más tarde respiro a palmos.

Puede ser que tus brazos tengan la longitud precisa para rodearme y mantenerme a la distancia exacta. Que tus hombros estrechos requieran el hueco perfecto que se abre en mi pecho cuando me alcanzan.

Puede ser que tu pelo sea del color de mis ojos cuando lo miro embobado. Que tus orejas frías se ondulen en el molde adecuado cuando perciban que mi voz les susurra las palabras que les guardo en el corazón.

Puede ser que tus pechos rellenen el hueco vacío de mis palmas, que tus labios sean el puerto al que derivan los míos cuando abandono el timón. Puede ser que tu lengua se venza en mi contrincante más tierno y que tus pezones sean los botones con los que me abrocho tu sed.

Puede ser que tu vientre sustente el campo sembrado en el que mi deseo se hace fuerte. Y que tu sexo sea la estancia infinita que detiene el tiempo en un gemido. Que tus manos dibujen el espacio concreto en el que existo y que, en tu ombligo, se asiente desde el principio el origen del universo.

O puede que no, que todo sea nada y que, estos renglones, no sean más que palabras.

A propósito de la nostalgia

A propósito de la nostalgia que da pensar en las cosas de niños y en cómo es que aún nos hacen arrugar la nariz y sentir las mejillas estallando en sonrisa, no he podido evitar la tentación de desenredar esa madeja.

He tirado del hilo inquebrantable y lejano del ayer, ese que endulzan todas las memorias disimulando las penas, y me he vuelto a ver enfrascado en lecturas. He vuelto a sentir el resplandor de la lámpara de la mesilla, el olor a madera en carne viva, a sábanas revueltas al sueño.

He tenido de nuevo el bolígrafo negro en las manos, las gafas rayadas de pasta resbalando la nariz y se me ha dormido el brazo con el que me sujetaba la cabeza mientras escribía de noche en mi vieja libreta.

Y cuando he vuelto al fin, cuando me he podido despegar la melancolía que llevaba adosada en mi mirada perdida y he puesto los ojos aquí, no he podido resistir traerme un poquito de agua del ayer y mojar con ella este texto.

Y nosotros, solos,

incrustados en el paisaje…

¡Qué inmensa tranquilidad

nos arropaba!

El dedo de la tarde

nos acariciaba

con su cielo azul,

con sus verdes paredes,

con el murmullo del agua…

¡Qué canción de silencio

entre dos caras!

La noria de las palabras,

continuamente,

iba y venía…

El «te quiero», resonó

con su eco largo.

El beso que no di…

¡Me dolió tanto!

(Granada, 11 de junio de 1982)

Dos

Uno, a veces, espera ser dos, arropaditos con una manta, protagonistas de una escena de despilfarro de violines con el suelo lleno de velas.

O uno desea ser como esos dos, aventureros lejanos, que cruzan un desierto cogiditos de la mano, dejando huellas en las dunas que el viento borra al pasar.

O dos pilotos arriesgados en acrobacia perfecta, dos bomberos en acto de servicio y de servicio en el acto, dos duros detectives de paisano rompiendo las redes del vicio después de haber caído en ellas. O ser príncipe y princesa, saludando desde el balcón con la mano tonta y la boca llena de fresa.

Pero uno sólo se topa con una infinidad de impedimentos, el trabajo, la casa, los niños, el cumpleaños del abuelo, la boda de un primo, la cisterna que se rebela, un amigo que te llama para contarte un problema, colgar un cuadro, archivar facturas, cambiarle el aceite al coche,regar el jardín, podar el seto, quitar las hojas del porche, anotar citas en la agenda, comprar el pan y hacer la cena (por cierto que, esta noche, tampoco sé qué preparar).

Y entonces, echado en la cama, mitad insomnio y mitad vigilia, cuando el cansancio cierra los ojos, se van diluyendo en la mente todas las películas de acción.

Y a uno ya sólo le conmueve, después de haberlo soñado todo, el deseo incandescente de ser dos, a secas, normales y corrientes, sin guion.

Caperucita

¿Y cómo retenerte? ¡Cómo dejar que te vayas sin que hayas venido, como olvidarte si aún no te recuerdo, cómo explicarte lo que todavía no sé!

Huyes cuando dices hola y el miedo conquista tus ojos, cuando te acercas con la sonrisa puesta pero mirando la puerta abierta que dejas tras de ti.

Te escurres cuando te ríes con mayúsculas, cuando te muestras fría y despiadada, salvaje y esteparia, cuando respondes a las preguntas que no pensaba hacerte.

Te escapas en cada tecla, en cada movimiento de los ojos que siguen la ascensión de las letras, en cada giro de la conversación interrumpida con silencios de corchea.

Retrocedes antes de avanzar, te enrocas en el lado del rey y te quedas ahí, quieta, indecisa, sin saber hacia donde huir. Y entonces miras cómo me vuelvo hueco e invoco a las musas para perseguir el trayecto de tu fuga.

Huyes. Huyes como nunca, como siempre. Pero no huyas de mí, porque yo sólo te quiero decir que las tristezas nunca nos protegen. De nada ni de nadie, únicamente nos hacen sufrir.

Paso a paso, como un lobo, voy detrás de ti. Para decirte que no me rehuyas hasta que no sepas hacia dónde ir. Y ahora, tú, miénteme y di.

Universo

Estamos embarcados en esta nave redonda que recorre el Universo. En la cresta de la onda que llamamos presente, que se deshace en pasado a nuestro paso. Pasado del que sólo podemos atisbar la membrana cuando se asoma a la ósmosis de la memoria.

Viajamos a velocidad de desplazamiento al rojo, formando parte de la gigantesca flota de naves a la deriva que llamamos galaxia. Sobre un mar frío, hecho de materia oscura, perdidos entre las corrientes gravitatorias y las estelas de otras naves, sin abrigo contra los arrecifes de meteoritos.

Es imposible mirar a las estrellas que conquistaron el infinito para conocer la meta de este viaje. Los faros que se divisan son tan pasajeros como nosotros. Nadie oyó nunca hablar de costas en este océano, ni de playas, ni de continentes. Ni siquiera de un islote en el que echar el ancla y enterrar un tesoro.

Somos piratas, navegantes, pasajeros. Argonautas en busca de un vellocino que aún está por crear. Chispas fugaces, soplos, suspiros de tiempo, atrapados en la física de la realidad y perdidos en la fantasía de la memoria.

Seres endebles, puntos de claridad, compendios de moléculas asociadas. Criaturas sometidas a los átomos sin conciencia, pero con sueños de libertad. Espíritus errantes que sólo confiamos en otro espíritu cuando nos lo dicta, con un susurro, un tenue azar neuroquímico y hormonal.

Y a pesar de no ser nada, jugamos a los dados con la mano que mece el destino, tenemos visiones, avanzamos hacia el futuro y creamos los nuevos mundos que aún están por llegar.

No hay nada que tome nuestra medida, ni tan siquiera la vida que nos toca transitar. Vivimos aplastados entre lo gigantesco y lo infinitesimal y sólo tú y yo vamos al mismo paso, hacia la misma vertiente…

No te extrañe entonces, que me agarre a ti como a un hierro candente, que te abrace muy fuerte en las noches de tormenta y que tus ojos sean el universo que más me gusta contemplar.

Desnudo

Me dijo, más o menos, que a ver cuando me desnudaba… ¿O simplemente dijo desvístete? Es igual. No me acuerdo de las palabras exactas, pero la idea sí que estaba muy clara y la entendí sin esfuerzo.

Intenté quitarme la ropa, lo hice sin pensar, pero es que desnudo pierdo mucho y me da por tiritarle al otoño. Y cuando se me pone el vello de punta, es el otoño el que me tirita a mí. De la impresión, supongo.

Se fue enseguida —o se fueron, la verdad es que no recuerdo bien—, pero conmigo se quedó el frío y departí con él un rato hasta que me tuve que vestir para los asuntos cotidianos. Sin embargo, no consintió salir ni una sola letra de mis labios; porque lo que me pasa es que, cuando me desvisto, no puedo escribir.

En todo caso, porque me gusta complacer a quienes me complacen, intentaré ir aprendiendo, lo prometo, a sofocar el pudor de irme mostrando; eso sí, poquito a poco. Por eso advierto que, muy pronto, quiero aprender a escribir descalzo. Y después, si lo consigo, me quitaré también los calcetines, que ya me han dicho que son antieróticos.

Más allá de las tormentas, de los nombres de las flores y del reflejo del corazón que me dejé —¡cómo lo echo de menos!— en el otro lado del espejo, tengo que decir que, además de que yo no soy lo que parezco, nunca llego a parecer lo que soy. Exactamente igual que este texto.

Quizá desnudarse consista, precisamente, en esto y, la ropa que escribo, sea como el traje nuevo del emperador. Y la única manera de distinguir si lo que ves es piel o sólo tela, tal vez sea tocarme el corazón.

Fina lluvia

¿Aún recuerdas? Mis labios cayeron sobre ti como fina lluvia, como un concierto esponjoso de burbujas que encerraban el aire que guardaste para mí dentro de tu pecho.

Mis brazos fueron la hiedra que cubrió tu estatua conmovida, cincelándola en caricias sobre el torso inolvidable que sostenía tu corazón. Y en el jardín de tu piel creció el musgo de mis dedos, muertos de sed, por entre los pliegues cálidos en donde palpitaban tus secretos mejor guardados.

Quizá recuerdes, también, que los dos brotes que surgieron de tu pecho, se deshicieron en flores cuando me convertiste en un insecto de mil ojos de colores en busca de miel. Enroscado en tu piel, navegando en la curvatura de tu espalda, pude ver cómo se cerraban tus ojos, invocando sílabas extrañas con las que proteger en la memoria aquel sueño compartido.

Yo no dejo de recordar. Ni consigo apartar de mis oídos, convertidos en caracola, aquel mar de ruidos que me dejó escritos tu lengua espiral surgiendo de las sombras. Ni soy capaz de calmar este temblor de mis dedos cuando echan de menos tus manos, ni encuentro materia distinta del sueño con la que rellenar el hueco que me dejaste en los brazos.

Sólo que, algunas veces, no sé si trampa o mano que me tiende la vida, una voz que se descuelga me enciende la emoción contenida. Hablas disfrazada, tapándome con un dedo, haciendo bailar letras encadenadas, recordando el sonido de una canción… ¡Qué pronto se me acaba!

Después, miro por la ventana cómo el día se ha salpicado de gris y suena el agua en las aceras. Entonces, me dejo sumergir de nuevo en esta dulce melancolía, que me lleva deprisa al principio sin fin. A cuando mis labios cayeron sobre ti, como lluvia fina. ¿Aún la puedes sentir?

Chirrido

Intenté escribir sobre la emoción que siento al verte. Repasando —y reposando— las palabras con las que hacer público el magma de tus ojos que, cuando los fijaste en mí, andaban como desafiando fotones y palideciendo estrellas.

También probé, en algunos renglones, a decir cómo son tus manos y qué clase de electricidad tiene su tacto, con la intención de pedirte tenerlas otra vez de mi lado. Después, quise describir la tersura de tu pecho cuando me pedías, en aquella penumbra, que te abrazara de nuevo, sin saber que eso es, precisamente, lo que yo te diría en este momento.

Pero al leer lo que con tanto esfuerzo he escrito… no sé, algo no funciona. Lo he revisado, he mirado punto por punto, coma por coma, letra por letra. No he encontrado errores ni faltas. Ni siquiera he podido encontrar, aunque me puedo equivocar, como todo el mundo, ninguna inexactitud de esas que acostumbro.

Era exactamente lo que quería decir, lo que gesté durante mucho tiempo en mi cabeza, desde la piel, palabra por palabra, recuerdo por recuerdo. Y, sin embargo, no sé, hay algo que chirría cuando lo leo.

Por eso he decidido no ponerlo aquí. En su lugar voy a decirte, por resumir, que desde aquel día —y ya me parece que hace más de mil—, cada vez que escribo pensando en ti, me quedo sin adjetivos.

¡Vaya!, mira, también ahora. No sé qué es todavía. Sigo notando, en estas letras, que hay una ausencia de palabras que chirría. Si fueses tan amable de devolvérmelas, en serio, te lo agradecería.

Motín

Es la primera vez que me pasa desde hace mucho tiempo. Estoy un poco atrancado en las letras, no me salen las palabras y lo que quiero decir se tergiversa entre las rimas.

Otras veces es, nunca se acaba uno de acostumbrar, el resplandor del papel blanco el que me asusta y me encoge los dedos. Es posible que tú también sepas a qué me refiero.

Ninguna palabra es la correcta, los verbos se resisten y justo antes de empezar a escribir, la cabeza se vacía, se evade del compromiso, se envuelve en una maraña difícil de resolver.

Hoy, sin embargo, no es eso lo que me pasa. Más bien diría que lo contrario. Que tengo tantos asuntos en la lista de espera que hay un motín en la antesala y no hay manera de saber a quién le toca salir primero.

Podría poner en batería siete folios e ir salpicando frases en cada uno, según me fuesen viniendo. O no escribir en ninguno e irme a dormir pronto, que si me quedo hasta tarde y luego madrugo, apenas puedo despegar los ojos, que se quedan orbitando en las cuencas mientras yo aterrizo a tientas en el mundo.

Cualquiera de las dos tácticas sería una retirada, una derrota, darse por vencido y soltar las riendas. Pero escribir me sosiega, como un efecto placebo contra el mal de la existencia anodina, como una droga maligna que siempre pide más dosis y más continuas.

Y a mí, que me gusta ir pisando los charcos y vencer a las tentaciones con la estrategia de la sopa, me ha parecido prudente ponerme las botas y tomar dos platos.

Por eso me he plantado aquí, al final de estas letras, entrando por la calle de en medio y saliendo por peteneras. ¿Motines a mí? ¡De ninguna manera! ¡Acabáramos!

Autorretrato

Pierdo los nervios a manojos, pero los encuentro pronto, y soy más vulnerable a la palabra que lo que dejo entrever. Afectuoso, pero distante, me muestro más cercano bajo el influjo de esa clase de ojos que siempre reflejan luna llena aunque sea de día y esté menguante. Entonces me gusta poner el corazón por delante y dejar que me lo trasteen despacito.

Como también me gusta dejarme palpar enterico por quienes insisten haberme visto en un sueño. Entre tanto, no permito acercamientos —y menos aún si son platónicos—, y es por ello que me enroco por el lado de la reina y me encierro en la torre, a salvo de las miradas indiscretas.

Esa es la razón por la que nadie me reconoce, porque no me gusta darme deprisa. Prefiero ser sorpresa que rutina, ser misterio antes que gato encerrado. Me gusta guardar los secretos que me dicen al oído y conversar largo y tendido hablando en clave —preferiblemente de luna en lugar de sol—. Pero no sobre asuntos de amor, que son muy aburridos, sino sobre las pequeñas cosas de la vida que guardamos en el corazón.

Tengo el don del optimismo y la pesada carga de buscar continuamente el equilibrio. Por eso, cuando miro la botella, coincido conmigo mismo en verla media, a secas. Soy sensible, pero no romántico, en todo caso, un sentimental, que le gusta mirar atrás; no para querer volver al principio, sino para regar un poquito la hierba que pisamos al pasar.

Siempre estoy pendiente de todo, soy observador minucioso de cuántos me interesa observar. De los demás, la verdad es que paso un poco y no me suelo fijar. Mi primera impresión de alguien no coincide con la primera vez que lo vi, porque en esa fase tan temprana más bien ignoro lo desconocido. Sino que, de repente, un gesto, una palabra o un mohín, me despiertan los ojos y me doy cuenta de que hay alguien a mi lado que antes no estaba ahí.

Y no espero nada de nadie, para que nadie me haga sufrir. No juzgo, prefiero que, por lo menos, los amigos, no me confundan con un testigo, y omito fijarme en los defectos, para no sentirme mezquino. En los demás sólo veo virtudes, especialmente aquellas que yo no tengo el detalle de practicar…

Es muy corriente, porque soy descolocante, que cuando alguien se me acerca un poquito y empieza a conocerme, piense que vengo de un mundo distante. Pero aún no he conseguido volar en bicicleta ni que se me encienda el dedo, y mira que lo he intentado veces…

No soy fiel, que soy platillo —quizá volante—; ni tampoco infiel, en todo caso, no practicante. Me gusta parecer humilde, pero reconozco que en mí dormita un marisabidillo del todo a cien que sabe hacer de las suyas cuando todos lo miran y nadie lo ve.

Cuando escribo, es superior a mis fuerzas y no puedo evitarlo, siempre intento levantar los pies del suelo para trascender un poquito, para mirar todo y mirarme desde lejos, como si yo fuese un actor que hace de mí mismo.

Pongo el corazón en todas las ventanas, pero eso sí, nunca lo pongo todo sino, más o menos, la parte que tengo desocupada. Pero no cruzo el umbral, porque odio las puertas cerradas que me impiden el paso y no me dejan ver lo que hay detrás. También odio las que están abiertas, porque me invitan a pasar y no es que no tenga voluntad, es que la que tengo es muy caprichosa.

Siempre digo la verdad, mi verdad minúscula, con la rara habilidad inconsciente de que a todos les parezca mentira. Como efecto secundario, nadie me cree y lo más normal es que se rían y me tomen a cachondeo. El caso es que ya me he acostumbrado y también le sonrío a esta certeza de saber que no hay nada más increíble que la verdad.

Así soy yo o, mejor dicho, así me veo. Y así me veo porque es lo que los demás me hacen saber sobre mí. Conocerse es un asunto peliagudo que nadie puede hacer solo, porque la única manera de aprender cosas de uno mismo es mirarse en otros ojos.

Quizá, si me viesen otros, nunca podré saberlo, yo me parecería distinto. Esa es la incurable maldición que me acecha en todos los espejos.

Pintor que me has pintado
en este cuadro vago de la vida,
tan bien, que casi
parezco de verdad; ¡ay, pínta—
me nuevamente, y mal, de modo
que parezca mentira!

(Juan Ramón Jiménez, Ceniza de Rosas, 1912)

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