Intenté escribir sobre la emoción que siento al verte. Repasando —y reposando— las palabras con las que hacer público el magma de tus ojos que, cuando los fijaste en mí, andaban como desafiando fotones y palideciendo estrellas.

También probé, en algunos renglones, a decir cómo son tus manos y qué clase de electricidad tiene su tacto, con la intención de pedirte tenerlas otra vez de mi lado. Después, quise describir la tersura de tu pecho cuando me pedías, en aquella penumbra, que te abrazara de nuevo, sin saber que eso es, precisamente, lo que yo te diría en este momento.

Pero al leer lo que con tanto esfuerzo he escrito… no sé, algo no funciona. Lo he revisado, he mirado punto por punto, coma por coma, letra por letra. No he encontrado errores ni faltas. Ni siquiera he podido encontrar, aunque me puedo equivocar, como todo el mundo, ninguna inexactitud de esas que acostumbro.

Era exactamente lo que quería decir, lo que gesté durante mucho tiempo en mi cabeza, desde la piel, palabra por palabra, recuerdo por recuerdo. Y, sin embargo, no sé, hay algo que chirría cuando lo leo.

Por eso he decidido no ponerlo aquí. En su lugar voy a decirte, por resumir, que desde aquel día —y ya me parece que hace más de mil—, cada vez que escribo pensando en ti, me quedo sin adjetivos.

¡Vaya!, mira, también ahora. No sé qué es todavía. Sigo notando, en estas letras, que hay una ausencia de palabras que chirría. Si fueses tan amable de devolvérmelas, en serio, te lo agradecería.