Yo iba en mi mundo, como siempre, a mi bola, que es como los jóvenes dicen ahora. Subiendo pensamientos de dos en dos camino de la luna, pero con los pies navegando por la acera.

Ella —si bien no lo sé con certeza, puedo jugar a imaginarlo— llevaba en la cabeza un montón de cosas que hacer. Pasar por el banco para el asunto de la hipoteca, buscar un regalo decente para la boda de su prima y encontrar un vestido apropiado para el evento.

Nos detuvimos delante del semáforo hasta que el hombrecillo maduro se puso verde. Ni yo la vi venir, ni ella a mí tampoco, supongo que por la densa nube de pájaros que llevábamos en la cabeza. Y en mitad del paso de cebra, ya se lo habrá imaginado la perspicacia de alguna mente lectora, como íbamos pensando en otras cosas, chocamos hombro con hombro.

Ningún desastre digno de mención tuvo lugar en el contratiempo. Nos pedimos perdón educadamente y seguimos nuestro camino sin conceder más atención al suceso.

Pero después me ha dado por pensar en todas las citas imprevistas que nos prepara el azar y en que a todas llegamos desentendidos. En si hay alguna razón para que nuestros hombros coincidieran y en si, cuando seguimos andando por la acera, estropeamos un principio que nunca llegará al final.

Entonces no fui capaz de verlo ni supe qué decir. Pero ahora sí, y en este paso de letras, mientras tú y yo chocamos ojo con ojo, no quiero dejar pasar la ocasión de mencionarte mi asombro de que estemos los dos aquí.

Discúlpame, ha sido por mi torpeza de ir tecleando los pájaros de mi cabeza por lo que hemos tropezado. Pero bueno, si no ha habido daños y ya que estamos… ¿Qué tal si empezamos algo, aunque acabe teniendo fin?

Podrías quizá, un poquito más abajo, y sin que sirva de precedente para tu natural recato y tu habitual decoro, dejarme un poco de tu tiempo, que siempre es oro, escrito en un comentario. Prometo leerlo con mucha más atención que la que puse en aquel tropiezo.