A propósito de la nostalgia que da pensar en las cosas de niños y en cómo es que aún nos hacen arrugar la nariz y sentir las mejillas estallando en sonrisa, no he podido evitar la tentación de desenredar esa madeja.

He tirado del hilo inquebrantable y lejano del ayer, ese que endulzan todas las memorias disimulando las penas, y me he vuelto a ver enfrascado en lecturas. He vuelto a sentir el resplandor de la lámpara de la mesilla, el olor a madera en carne viva, a sábanas revueltas al sueño.

He tenido de nuevo el bolígrafo negro en las manos, las gafas rayadas de pasta resbalando la nariz y se me ha dormido el brazo con el que me sujetaba la cabeza mientras escribía de noche en mi vieja libreta.

Y cuando he vuelto al fin, cuando me he podido despegar la melancolía que llevaba adosada en mi mirada perdida y he puesto los ojos aquí, no he podido resistir traerme un poquito de agua del ayer y mojar con ella este texto.

Y nosotros, solos,

incrustados en el paisaje…

¡Qué inmensa tranquilidad

nos arropaba!

El dedo de la tarde

nos acariciaba

con su cielo azul,

con sus verdes paredes,

con el murmullo del agua…

¡Qué canción de silencio

entre dos caras!

La noria de las palabras,

continuamente,

iba y venía…

El «te quiero», resonó

con su eco largo.

El beso que no di…

¡Me dolió tanto!

(Granada, 11 de junio de 1982)