Es la primera vez que me pasa desde hace mucho tiempo. Estoy un poco atrancado en las letras, no me salen las palabras y lo que quiero decir se tergiversa entre las rimas.
Otras veces es, nunca se acaba uno de acostumbrar, el resplandor del papel blanco el que me asusta y me encoge los dedos. Es posible que tú también sepas a qué me refiero.
Ninguna palabra es la correcta, los verbos se resisten y justo antes de empezar a escribir, la cabeza se vacía, se evade del compromiso, se envuelve en una maraña difícil de resolver.
Hoy, sin embargo, no es eso lo que me pasa. Más bien diría que lo contrario. Que tengo tantos asuntos en la lista de espera que hay un motín en la antesala y no hay manera de saber a quién le toca salir primero.
Podría poner en batería siete folios e ir salpicando frases en cada uno, según me fuesen viniendo. O no escribir en ninguno e irme a dormir pronto, que si me quedo hasta tarde y luego madrugo, apenas puedo despegar los ojos, que se quedan orbitando en las cuencas mientras yo aterrizo a tientas en el mundo.
Cualquiera de las dos tácticas sería una retirada, una derrota, darse por vencido y soltar las riendas. Pero escribir me sosiega, como un efecto placebo contra el mal de la existencia anodina, como una droga maligna que siempre pide más dosis y más continuas.
Y a mí, que me gusta ir pisando los charcos y vencer a las tentaciones con la estrategia de la sopa, me ha parecido prudente ponerme las botas y tomar dos platos.
Por eso me he plantado aquí, al final de estas letras, entrando por la calle de en medio y saliendo por peteneras. ¿Motines a mí? ¡De ninguna manera! ¡Acabáramos!
Deja una respuesta