Estamos embarcados en esta nave redonda que recorre el Universo. En la cresta de la onda que llamamos presente, que se deshace en pasado a nuestro paso. Pasado del que sólo podemos atisbar la membrana cuando se asoma a la ósmosis de la memoria.

Viajamos a velocidad de desplazamiento al rojo, formando parte de la gigantesca flota de naves a la deriva que llamamos galaxia. Sobre un mar frío, hecho de materia oscura, perdidos entre las corrientes gravitatorias y las estelas de otras naves, sin abrigo contra los arrecifes de meteoritos.

Es imposible mirar a las estrellas que conquistaron el infinito para conocer la meta de este viaje. Los faros que se divisan son tan pasajeros como nosotros. Nadie oyó nunca hablar de costas en este océano, ni de playas, ni de continentes. Ni siquiera de un islote en el que echar el ancla y enterrar un tesoro.

Somos piratas, navegantes, pasajeros. Argonautas en busca de un vellocino que aún está por crear. Chispas fugaces, soplos, suspiros de tiempo, atrapados en la física de la realidad y perdidos en la fantasía de la memoria.

Seres endebles, puntos de claridad, compendios de moléculas asociadas. Criaturas sometidas a los átomos sin conciencia, pero con sueños de libertad. Espíritus errantes que sólo confiamos en otro espíritu cuando nos lo dicta, con un susurro, un tenue azar neuroquímico y hormonal.

Y a pesar de no ser nada, jugamos a los dados con la mano que mece el destino, tenemos visiones, avanzamos hacia el futuro y creamos los nuevos mundos que aún están por llegar.

No hay nada que tome nuestra medida, ni tan siquiera la vida que nos toca transitar. Vivimos aplastados entre lo gigantesco y lo infinitesimal y sólo tú y yo vamos al mismo paso, hacia la misma vertiente…

No te extrañe entonces, que me agarre a ti como a un hierro candente, que te abrace muy fuerte en las noches de tormenta y que tus ojos sean el universo que más me gusta contemplar.