Me dijo, más o menos, que a ver cuando me desnudaba… ¿O simplemente dijo desvístete? Es igual. No me acuerdo de las palabras exactas, pero la idea sí que estaba muy clara y la entendí sin esfuerzo.

Intenté quitarme la ropa, lo hice sin pensar, pero es que desnudo pierdo mucho y me da por tiritarle al otoño. Y cuando se me pone el vello de punta, es el otoño el que me tirita a mí. De la impresión, supongo.

Se fue enseguida —o se fueron, la verdad es que no recuerdo bien—, pero conmigo se quedó el frío y departí con él un rato hasta que me tuve que vestir para los asuntos cotidianos. Sin embargo, no consintió salir ni una sola letra de mis labios; porque lo que me pasa es que, cuando me desvisto, no puedo escribir.

En todo caso, porque me gusta complacer a quienes me complacen, intentaré ir aprendiendo, lo prometo, a sofocar el pudor de irme mostrando; eso sí, poquito a poco. Por eso advierto que, muy pronto, quiero aprender a escribir descalzo. Y después, si lo consigo, me quitaré también los calcetines, que ya me han dicho que son antieróticos.

Más allá de las tormentas, de los nombres de las flores y del reflejo del corazón que me dejé —¡cómo lo echo de menos!— en el otro lado del espejo, tengo que decir que, además de que yo no soy lo que parezco, nunca llego a parecer lo que soy. Exactamente igual que este texto.

Quizá desnudarse consista, precisamente, en esto y, la ropa que escribo, sea como el traje nuevo del emperador. Y la única manera de distinguir si lo que ves es piel o sólo tela, tal vez sea tocarme el corazón.