Uno, a veces, espera ser dos, arropaditos con una manta, protagonistas de una escena de despilfarro de violines con el suelo lleno de velas.
O uno desea ser como esos dos, aventureros lejanos, que cruzan un desierto cogiditos de la mano, dejando huellas en las dunas que el viento borra al pasar.
O dos pilotos arriesgados en acrobacia perfecta, dos bomberos en acto de servicio y de servicio en el acto, dos duros detectives de paisano rompiendo las redes del vicio después de haber caído en ellas. O ser príncipe y princesa, saludando desde el balcón con la mano tonta y la boca llena de fresa.
Pero uno sólo se topa con una infinidad de impedimentos, el trabajo, la casa, los niños, el cumpleaños del abuelo, la boda de un primo, la cisterna que se rebela, un amigo que te llama para contarte un problema, colgar un cuadro, archivar facturas, cambiarle el aceite al coche,regar el jardín, podar el seto, quitar las hojas del porche, anotar citas en la agenda, comprar el pan y hacer la cena (por cierto que, esta noche, tampoco sé qué preparar).
Y entonces, echado en la cama, mitad insomnio y mitad vigilia, cuando el cansancio cierra los ojos, se van diluyendo en la mente todas las películas de acción.
Y a uno ya sólo le conmueve, después de haberlo soñado todo, el deseo incandescente de ser dos, a secas, normales y corrientes, sin guion.