Una colección de instantes

mayo2024 (Página 2 de 4)

Zona muerta

Todavía recuerdo cuando fuiste invisible y aquel mimetismo te sostuvo columpio indiferente entre los árboles. Casi sin gravedad, en un antes y un después tan tenue, que no te supiste trenzar como haces siempre.

Luego, recuerdo también, que eras paisaje escondido, figurante mímico de las noches extranjeras que bebían a mi lado. No pasabas ni despacio ni deprisa, no movías el aire que respirábamos juntos sin saberlo, no te precedían ningunos pies.

De intermitente a obsesiva, te transformaste en la línea que todo lo difumina para siempre. De obsesión a control, de control a absurdo, de absurdo a visceral. Cada vez más burbujas, pero todas rellenas de plomo.

Nunca has vuelto a ser la misma de antes, desde que no me dejo darte la mano. Ahora ya, ni siquiera soporto mirarme en tus ojos de Christopher Walken.

Mariposas suicidas

Frío y agua. Así de sencillo es el mecanismo del hielo. Así de simple se establece el espasmo de la nieve y la explosión continua de los cristales.

Sobre la noche, que aparece indudable y blanca en el cielo, como una luna inmensa que se desborda por los laterales, cae la nieve reventando en silencio la piedra más dura, resbalando un crujido en lo más firme de la pisada, atravesando el aire profundo exhalado a la intemperie desnuda.

Diamantes de seda fría caen como mariposas suicidas chocando contra el suelo. Borrando las huellas de los pasos equivocados para dejar espacio blanco en donde escribir errores nuevos.

Ha nevado también en la pantalla de las luciérnagas, pero hay letras negras que se empeñan en romper la virginidad de lo quieto. Formando huellas de silencio que arden de agua y frío.

Cuando esté sepultado el camino, no habrá más remedio que querer leer lo imposible y amar escribir hacia ninguna parte. O esperar que vuelvan —frío y agua de los copos—, las mariposas de seda blanca que lo tapan todo con su baile.

Día de la Lectura

Hoy es el Día de la Lectura en Andalucía. Y aunque no me gusta abusar de textos que no son míos, quiero dejar constancia de que este poema es el primero que he leído hoy, a estas horas, justo antes del insomnio:

FÁBULA Y MORALEJA

Dos soldados se amaban tiernamente.
Grababan en las balas las iniciales de sus nombres propios
elegantemente entrelazadas
—quizá con un punto de cursilería.
Intentaban de ese modo llevar su amor al corazón de todos los hombres,
lo que estaban logrando
con licencia de armas,
perseverancia
y buena puntería.
Aprendí de esta historia
que a los hombres educados en el desprecio
hasta el amor les sirve para expresar su odio.

(Ángel González, Procedimientos narrativos, 1972)

Cuatro palabras

Esto son cuatro palabras. A las que añado, no sé si por inercia o por una fuerza interior que me lo dicta, otras veinte.

Sólo digo tres y avanzo pasitos por otro renglón, hasta que alcanzo la idea evidente tras la número diecinueve.

No me gusta contar los instantes. Seis palabras para decir lo más importante, siete para dejarlo claro y once para que no quepa duda. Cuatro para esta pausa.

No me gusta contar palabras, prefiero que sean ellas las que me cuenten a mí.

Cien palabras para un instante. Cien palabras, dichoso número. Hubiera preferido que desearas mil.

Manías

La última luz que apago siempre es la de la cocina. Camino por el boulevard intentando no pisar las rayas que limitan las baldosas rojas.

Las costumbres se hacen hábitos y estos acaban en manías tontas. Y aunque al principio parecen ordenarte la vida, tarde o temprano, acaban aprisionándola con su rígido transcurso.

Siempre empiezo a subir las escaleras con la pierna derecha, aprieto tres veces las llaves del coche antes de cerrarlo. Procuro saltar de la cama por el lado izquierdo.

Las manías no disuelven los nudos, no encienden la imaginación, no trascienden allende las ventanas, no se enquistan en el corazón y no permiten, de ningún modo, que uno pueda abrir las alas…

Siempre me pongo los calcetines antes que el pantalón, los estornudos me sacuden de cinco en cinco. Nunca me miro a los ojos en un espejo roto.

Y, sin embargo, todas las noches escribo…

Por la boca del mapa mueren todos los tesoros

Tarde o temprano, nada es secreto, porque todas las magias se rompen siempre por el verso más endeble. Por el hilo más fino sale el agua, por la mano más tensa se fuga la arena, de la red más tupida se escapan peces.

Las cerraduras no están hechas para quedarse atrancadas. Su esencia es abrirse y mostrar lo que guardan tras el giro de la llave precisa.

Antes de ser concebidas, ya tiemblan las claves en espera de una mano despierta que las descifre. Ninguna contraseña resiste el ejercicio celoso de los piratas y por la boca del mapa mueren todos los tesoros.

Retorno

¡He estado tan cerca y tan lejos! Caía el sol hecho añicos sobre la pradera de un mar amansado. La curva del horizonte se ceñía a mi alrededor como cuando tus brazos aquellos me recibieron.

Casi podía notar tu pelo flotando en la plaza. He vuelto a ver, bajo los árboles adornados, el frío expectante y frágil de la tarde que aclaraba mis manos hacia tu talle frágil y expectante.

Se nos ha hecho de noche también mientras buscaba tus pasos en la memoria. He recorrido el cruce, el bulevar, la mesa… ¡He estado tan cerca!

Yo llevaba aún frescas las marcas de tu mirada en mi rostro. Tus dedos hilvanados en los míos y tu voz despierta sobre mis hombros.

He vuelto al mismo sitio, al mismo instante de aquella vez. ¡Te he sentido tan ausente —y por eso tan cierta— un año después! ¡Qué lástima que ya no estuvieras!

Belén

Cuando abrió la puerta, nada extraño sucedió. Como si todos le estuviesen esperando, como si no hubiese faltado de allí nunca.

¿Le miraron? Creo que no, que no hizo falta. El decorado en el que nos transcurre la vida no se reconoce por la descripción minuciosa de lo acontecido. No hacemos balance de lo cotidiano ni de lo implícito…

Más bien, los detalles se nos escapan escondidos en la percepción continua de un todo. Un vistazo, un suspiro, una vacilación… y comprobamos que no falta nada, que todo está en su sitio.

Del letargo al que estamos sometidos sólo nos saca la curiosidad, la fatalidad o ese desasosiego interior que sucede cuando notamos algo raro alrededor, que alguien no es como era siempre, que hay un hueco diferente en donde no tenia que haberlo.

Cuando abrió la puerta, nada distinto sucedió. No crujió el universo, no estallaron los cristales de la ventana, no se movió el suelo bajo sus pies.

«¡Hola! ¿Ya estás aquí?», le susurró ella, arqueando las cejas por encima de la mirada perdida.

La temperatura de la estancia se mantuvo estática tras el beso posterior de escayola adormecida. Entonces, nada más, ocupó de nuevo su lugar en la estampa.

Manos de niño encendieron el cielo con luces de colores. Brilló el árbol de plástico y empezó a correr el agua.

Nada extraño sucedió. Todo estaba en su sitio. Pero cuando el niño acercó sus ojos marrones al belén, creyó ver que al San José, borracho, se le escapaba una lágrima.

Treinta y ocho años después, el niño todavía se acuerda.

Doce

Empecé con una promesa, como empieza siempre todo. Y, aunque odio ponerme romántico, ese estado no es nada comparado con el que me produce tu nombre. Por eso te guardo cuidadosamente mientras me lo voy pensando.

No quise nunca despertar niños. Sólo explicar que cuando digo ahora no soy poeta, sino explorador. Que llevo una cartografía adherida en los dedos desde que pude verte con mis ojos.

Este es mi dos mil ocho, en doce textos y en cuatro palabras.

* * * * *

Para todos y para todas, deseo que venga un año lleno de buenos ratos. Y que los malos, que tienen que venir porque son la otra cara de la misma moneda, sean fáciles de olvidar. Besos y abrazos.

Nueva carpeta

Reflexiona o, por lo menos, lo intenta. Aunque no es sencillo hacerlo con ese temblor de manos. El vacío en el estómago le atonta y no le deja pensar con claridad.

Es frío lo que nota. El día ha amanecido gris plata, triste, anodino. Se quita el pijama y se viste con dos mangas. Enciende la chimenea y se queda cerca, enfrente, mirando el baile de las llamas. Le arde la cara, pero el frío no se va.

La luz le hiere los ojos y le cuesta mantenerlos abiertos a otra ventana que no sea la de las pantallas. La espalda le avisa de futuros dolores, el cuello se resiente, el cuerpo entero se convierte en malestar.

Lleva unos días intentando resistirse, pero la adicción pasa factura. Es débil, indeciso, pusilánime. El hueco del pecho, los mosquitos en los ojos, la inquietud en las manos, la mirada perdida, el frío de no saber…

Por fin decide. Decide o es decidido, nunca se sabrá bien. Se pone delante de la pantalla azul y pincha en el escritorio con el botón derecho. Es un gesto casi imperceptible para la vista, pero que desencadena avatares magnéticos en un lugar invisible.

Sale el dibujo amarillento, rotulado por debajo, pomposamente resaltado con el nombre genérico de «Nueva carpeta». Renombra, tecleando frenético, y la llama «dos mil nueve». La abre y vacila un instante. Pero ya no hay vuelta atrás y, otra vez, se mete dentro.

Se ha ido el temblor de las manos y el malestar se transforma en anestesia. El cuello da tregua y desde la espalda nota cómo le invade un calorcillo agradable.

El mal se ha ido, pero no la mala conciencia. Y aunque ahora todos sabrán que está enganchado, ya no le queda más remedio que escribir algo que se pueda postear.

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