La literatura, como la confidencia, incluso puede que como el amor, siempre es cosa de dos.

Quien escribe pulsa una nota. Una nota sugerida, que no exacta, y que, aunque tenga coordenadas precisas en un pentagrama real o imaginario, nunca es del todo objetiva.

Vibra el mensaje, se desgrana en el aire, rebota en otras notas, en las esquinas del papel y avanza por los renglones. Te busca y me encuentra a la vez.

Se escribe la partitura sin saber la emoción que pondrá el dedo violinista en la cuerda que se pulsa. Se lee sin controlar la tesitura que asoma por los armónicos de esa voz, callada e interior, que nos susurra las palabras de otros.

Nunca se escribe lo que se quiere, lo que apetecería, lo que gustaría saber escribir. Sólo se escribe lo que se acierta, lo que se consigue, lo que se puede.

Pero al leer… Al leer, en cambio ——¡qué curiosa inexactitud!——, no se entiende lo que se puede, sino lo que se quiere entender.

Me gusta y no quiero evitar —ni tan siquiera podría—, que, algunas veces, hagas tuyas palabras que fueron mías. Porque estoy convencido de que, desde este mismo instante en que las escribo, ya lo son.

Por eso esta confidencia, incluso este amor, es, como la literatura, un inexacto ejercicio para dos.