Reflexiona o, por lo menos, lo intenta. Aunque no es sencillo hacerlo con ese temblor de manos. El vacío en el estómago le atonta y no le deja pensar con claridad.

Es frío lo que nota. El día ha amanecido gris plata, triste, anodino. Se quita el pijama y se viste con dos mangas. Enciende la chimenea y se queda cerca, enfrente, mirando el baile de las llamas. Le arde la cara, pero el frío no se va.

La luz le hiere los ojos y le cuesta mantenerlos abiertos a otra ventana que no sea la de las pantallas. La espalda le avisa de futuros dolores, el cuello se resiente, el cuerpo entero se convierte en malestar.

Lleva unos días intentando resistirse, pero la adicción pasa factura. Es débil, indeciso, pusilánime. El hueco del pecho, los mosquitos en los ojos, la inquietud en las manos, la mirada perdida, el frío de no saber…

Por fin decide. Decide o es decidido, nunca se sabrá bien. Se pone delante de la pantalla azul y pincha en el escritorio con el botón derecho. Es un gesto casi imperceptible para la vista, pero que desencadena avatares magnéticos en un lugar invisible.

Sale el dibujo amarillento, rotulado por debajo, pomposamente resaltado con el nombre genérico de «Nueva carpeta». Renombra, tecleando frenético, y la llama «dos mil nueve». La abre y vacila un instante. Pero ya no hay vuelta atrás y, otra vez, se mete dentro.

Se ha ido el temblor de las manos y el malestar se transforma en anestesia. El cuello da tregua y desde la espalda nota cómo le invade un calorcillo agradable.

El mal se ha ido, pero no la mala conciencia. Y aunque ahora todos sabrán que está enganchado, ya no le queda más remedio que escribir algo que se pueda postear.