Cuando abrió la puerta, nada extraño sucedió. Como si todos le estuviesen esperando, como si no hubiese faltado de allí nunca.
¿Le miraron? Creo que no, que no hizo falta. El decorado en el que nos transcurre la vida no se reconoce por la descripción minuciosa de lo acontecido. No hacemos balance de lo cotidiano ni de lo implícito…
Más bien, los detalles se nos escapan escondidos en la percepción continua de un todo. Un vistazo, un suspiro, una vacilación… y comprobamos que no falta nada, que todo está en su sitio.
Del letargo al que estamos sometidos sólo nos saca la curiosidad, la fatalidad o ese desasosiego interior que sucede cuando notamos algo raro alrededor, que alguien no es como era siempre, que hay un hueco diferente en donde no tenia que haberlo.
Cuando abrió la puerta, nada distinto sucedió. No crujió el universo, no estallaron los cristales de la ventana, no se movió el suelo bajo sus pies.
«¡Hola! ¿Ya estás aquí?», le susurró ella, arqueando las cejas por encima de la mirada perdida.
La temperatura de la estancia se mantuvo estática tras el beso posterior de escayola adormecida. Entonces, nada más, ocupó de nuevo su lugar en la estampa.
Manos de niño encendieron el cielo con luces de colores. Brilló el árbol de plástico y empezó a correr el agua.
Nada extraño sucedió. Todo estaba en su sitio. Pero cuando el niño acercó sus ojos marrones al belén, creyó ver que al San José, borracho, se le escapaba una lágrima.
Treinta y ocho años después, el niño todavía se acuerda.
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