Ahora, por fin, acabo de entender este verso innombrable de la magia blanca.
Jugábamos… ¿A qué? ¡Ah, sí! A las adivinanzas. Me fuiste relatando todos mis pensamientos, de uno en uno. Pero yo no quise que acertaras.
En cambio, después, la veleta giró contra el viento, la moneda salió cruz y empezaron a palpitarme los ases de la manga. Entonces, apenas sin dilación, fallaste cuando menos quería que te equivocaras.
Lo he entendido por fin, a las malas, pero bien entendido. No es el mago el que adivina, no depende de su tacto, ni de su habilidad, ni de destrezas que vayan más allá de lo normal.
No, no, ¡que va! Quien tiene que concentrarse, quien emite las señales elocuentes, quien decide el signo de la ilusión, no es el mago. El verdadero hechicero, quien decide si se adivina, siempre es el cómplice.
Juguemos otro rato y te lo mostraré. Ahora, por ejemplo, detente un momento y averigua en qué estoy pensando. O en quién.
¡Exacto! ¡Muy bien! ¿Lo ves? ¿Entiendes ahora por qué soy yo el que te ha acertado?
Y si no lo captas… ¡mejor! Así podemos seguir jugando.