A veces ocurre que, justo al pasar por debajo la escalera, uno se asusta al cruzarse con un gato negro. Te das cuenta entonces de que, además, precisamente, hoy es martes y trece. Y llueve a cántaros.

Vuelves a casa más empapado y menos contento que siempre. El paraguas gotea y mientras buscas dónde ponerlo, le das sin querer al botón y se te abre dentro de la habitación, empujando también el salero que derrama sal por todo el suelo de la cocina. Pero en la prisa de recogerlo todo, se quedan abiertas las tijeras en la encimera.

Vas al dormitorio a cambiarte y a dejar los enseres, pero rozas con el hombro un cuadro que se queda descolocado. Vuelves sobre tus pasos, para hacer el esfuerzo de rectificar lo que se descompuso, pero al girar el cuello, ¡ay, que torpe!, cae tu sombrero sobre la cama. Enojado, lo tiras con rabia sobre el armario, con tan mala punteria, que cae sobre la cómoda rompiendo en pedazos el espejo que hay encima.

Te acuestas temprano para que acabe el día, temiendo que te acechen pesadillas, lamentando la mala suerte que se te viene agolpando desde que te levantaste.

Eso puede que pase, a veces. Cada uno de esos presagios o incluso todos juntos. Y tal vez sea cierto que provocan mala suerte. Es posible, sí. Aunque yo diría que no, porque no soy nada supersticioso, pero… por si acaso… estoy tocando madera mientras escribo.

Lo que tengo por definitivo, lo que sí sé que ocurre siempre, es que hay un miércoles catorce después de cada martes y trece.

Bienaventurados todos los miércoles que vienen de tu mano, especialmente si llevan el número catorce, porque de ellos en adelante sólo cabe ir mejorando.