Para una criatura nocturna, madrugar siempre es un mal comienzo. El aire vuelve a sentirse en los pulmones, la luz atraviesa los sueños hasta llegar a los párpados y, lentamente, el cuerpo se hace consciente y se enfrenta de nuevo al efecto de la gravedad.

Y luego, el agua caliente termina de descorrer el velo de este paréntesis, dejando que escurran, en el azar de las últimas gotas, las huellas viscosas que quedan de sueño. Cerrando el día de ayer con la humedad de la piel envuelta en la toalla.

Aromas a nuevo día, a rutinas que vuelven, llamadas al orden para no olvidarse los aperos. El peso del reloj que no alivia la carga ni aligera los pies, ni protege del frío que penetra en los huesos cuando se cierra la puerta de casa y se dejan dentro, congeladas, las partes de vida que no se pueden llevar en los bolsillo.

Es este maldito primer paso el que se me resiste. Luego sé que la cosa no será tan grave, que todo es vida. Llevo un rato dando vueltas para no terminar este texto, como si así pudiera alargar el momento y quedarme en la víspera.

No es sano pensar para compensar, ni para dispensar la energía que nos queda en las dosis convenientes. Hay que ponerla toda. Y a mí me toca ahora, aunque sin gana, cerrar paréntesis.