Instanteca

Una colección de instantes

Página 18 de 43

Adivinos

Desde los sacrificios hasta la cortesía para los estornudos. Desde las ofrendas hasta el amarillo de los actores, de las fiestas de la cosecha hasta las uvas y el acebo.

Desde los megalitos a los sismógrafos, desde el brujo hasta la astronomía. De los chamanes a la química, del curandero al cirujano, de los saludos cotidianos hasta la lotería.

Todos los ritos que en el mundo han sido, tienen su base en la búsqueda de la suerte, en esa necesidad que tenemos de adelantarnos, de provocar, lo favorable o desfavorable de los acontecimientos venideros. En la pulsión por controlar nuestro entorno cuando avanza hacia el futuro. En esta ansia irrenunciable de saber las cosas antes de que ocurran.

Muchos han asegurado, a lo largo de los tiempos, saber predecir el futuro echando mano de técnicas diversas e imaginativas. Estrellas, runas, vísceras, huesos y un sinfín de elementos que, combinados apropiadamente, producen un lenguaje adivinativo.

Pero a mí, que me dejen en paz con las cartas y los oráculos. Yo sólo creo en los sueños.

Calendario

Cuando recuerdo mis años adolescentes todo se vuelve azul, como los muebles del cuarto que compartí con mi hermano. Azul marino brillante, un anochecer sin estrellas que caía lánguidamente sobre las paredes blancas de gotelé.

Detrás de la puerta, colgado de ella, llevaba un diario secreto escrito sobre los cuadros de un calendario de pared, de números grandes, de esos que regalaban las tiendas en este tiempo.

Apuntaba en él todas las cosas que me iban pasando con un lenguaje inventado de puntitos y aspas en la esquina apropiada del cuadro, o tachando las letras convenientes del nombre del santo del día que aparecía abajo, escrito en rojo.

Nadie imaginaba el profundo significado de aquel idioma sobre el códice de hoja caduca y, alguna vez que, extrañado por los símbolos, alguien me preguntaba por ellos, yo le hacía ver que eran la cuenta de los ejercicios y temas del instituto.

Pero, en realidad, allí temblaban de tinta mis historias de besos, de sexo solitario, de lo gris de los días y de las suertes que me iban pasando. Nadie lo supo nunca, ni siquiera mi hermano que, alguna vez, me sorprendió mientras lo andaba trasteando a hurtadillas.

Estoy seguro de que si volviera a caer en mis manos, aún después de tanto tiempo, sería capaz de contar mi historia olvidada, día a día, con pelos y señales. Pero, por suerte o por desgracia, aquellos diarios efímeros caducaron en una mudanza y serán ahora humo que flota bajo la capa de ozono.

Recuerdo especialmente la esquina de la suerte ——quizá por eso tantas veces escriba que la suerte nos espera en una esquina——, en donde llevaba la cuenta de los momentos favorables de la vida. A más puntitos, mejor suerte.

Yo era otro, me recuerdo perfectamente, y no era capaz de ver más mundo que el que se acercaba a mi nariz. Y aunque fue un tiempo complejo y feliz, hubo muchos, muchos días, que terminaron con la esquina de la suerte en blanco.

El otro día, cuando cambié el calendario de la cocina, me dí cuenta de que aún sigo con mis manías, que quizá no he dejado de ser niño, que sólo las he cambiado de sitio y está ahora en internet el rincón en el que contar mi suerte.

Pero, aunque haya días en los que no escribo, y aunque no sea ni más feliz ni más afortunado que antes —ni tampoco menos—, he aprendido a ver más allá de las cosas y me he hecho amigo del azar. Y ahora sé que la suerte pasa siempre por mi calendario, garabateando las esquinas, sin permitir ni un solo día, que ninguna se quede en blanco.

Magos

Está lleno este tiempo de disfraces rojos y coronas que, aún en estas fechas, todavía andan distribuidos por las tiendas. Tiendas frenéticas de gente nerviosa y con prisa, de niños corriendo o llorando detrás de cada estante, de quemadores de visa y carros repletos.

En esas tiendas, generalmente enormes, aún rechinan en un pedestal los hombres vestidos como los reyes en los que la imaginación popular derivó «los magos de Oriente». Que en ninguna parte dice cuántos eran, si tres o diecisiete, ni habla del color de sus barbas ni del de su piel.

Imagino que andarán por estas fechas un poco empachados de muchedumbre, hartos de que los niños quieran sentarse en sus rodillas y llenos de sarpullidos en la cara por efecto de las barbas postizas. Pero de algo hay que vivir y, aunque reyes, sin contrato ni seguridad social no hay más remedio que avenirse al horario y sonreír forzadamente a muchas caras por minuto.

Yo sólo me pregunto, si esos reyes a sueldo disfrutan, a estas alturas, de algún misterio. Si la ayudante del mago aún sigue creyendo en palomas. O si los que limpian la casa de la vidente destapan la bola para verse o saben leer los posos del café antes de meter la taza en el lavavajillas.

A veces dudo sobre qué será lo que piensa el ordenador de mí. Quizá, en el fondo, me desprecia mucho porque también él sabe, mejor que nadie, que yo sólo puedo vender humo.

Bumerán

Esta historia no tiene nada de especial, nada de imprevisible. Es como la de mucha otra gente que dice las cosas que siente y después siente las cosas que dice.

Todo empezó como siempre empieza, deseando lo que no se tiene. Se desea con tanta fuerza, con tanta urgencia, se gasta tanta energía que sale de dentro, que luego no queda suficiente para mantener el deseo.

Así se difuminan las cosas, cuando la vida las alcanza y procesa tu tiempo y te las devuelve como un eco que rompe cabezas cuando parece que ya sólo se tiene lo que no se desea.

La palabra es un bumerán que te devuelve todo lo que le das. Pero nunca te lo retorna igual que lo diste porque nada es lo que parece y todo se transforma y todo se convierte. Nada se le resiste.

Por eso se empieza escribiendo en lo que se piensa pero, tarde o temprano, se acaba pensando en lo que se escribe.

El efecto hilo

Dentro del laberinto es fácil perderse. Uno cree que basta con tirar del hilo para volver a pasar por los lugares por los que se anduvo y encontrar las cosas que se quedaron prendidas con alfileres en los pespuntes de la memoria. O que se encontrará el camino exacto para volver al principio y empezar de nuevo teniendo más cuidado.

Pero no, volver atrás es perderse otra vez. El papel envejecido, los rostros pardos, el polvo que cubre los sentimientos enterrados en las cajas de cartón de cada sótano, no siempre acogen con la dulzura necesaria la imagen que teníamos de una época pasada, de una persona querida o de un objeto preciado.

Lo peor de todo es que, una vez que tiras del hilo, no puedes parar. Lo que pensabas que estaba antes, resulta que estuvo después, lo que te parecía negro y tan seguro estabas que hubieses apostado un brazo, acabas encontrándolo rojo.

Aquello que leíste en un libro, va y aparece en otro. El título de aquella historia tan bonita, que hubieras jurado tal, resulta ser cual y no está en donde lo buscas, sino tres cajas más allá.

La historia de los calendarios me ha empujado —no sé muy bien por qué, pero me parece que es el efecto hilo—, a recordar que hubo tiempos en los que yo escribía poemas en cuartillas —bueno, renglones cortos más que poemas— y que tuve la brillante idea de encuadernarlos en una especie de libro negro.

Después de horas de bucear en el trastero, de leer títulos de libros amontonados intentando recordar por qué acabaron en una caja, de encontrar cosas que no buscaba porque no sabía que tenía, por fin, ha llegado a mis manos el libro rojo.

Sí, resulta que era rojo. Sólo tres personas lo hemos leído alguna vez, las únicas que sabíamos de su existencia, y las tres creíamos que era negro. Y va la memoria y nos falla solidariamente en un acto de error sincronizado.

Aún no lo he abierto y todavía me pregunto para qué lo he buscado. Me asusta no reconocerme en sus páginas como no reconocí su color. Temo encontrar que fui distinto del que recuerdo y que tal vez ahora yo no sea quien creo ser.

Pero no se puede vivir con miedo. Respiro hondo… ¿Mil novecientos ochenta y uno?… ¡Allá voy!

No te creo

Seguramente es cierto que la distancia es el olvido y no puedo más que patalear como un niño que pide la luna. Pero es que yo no puedo creerte cuando me lo anuncias.

Me dirás que no estar contigo, que no coincidir en ningún sitio ni a ninguna hora, es un declive lento de recuerdos que se difuminan en la memoria. Que todas las huellas aligeran su marca cuando el reloj del tiempo las entierra gota a gota, grano a grano, con la sustancia que rellena los días.

Que se pierden los rostros en la melancolía de las noches y que el dolor de los teléfonos sólo consigue alargar las despedidas. Que el poder de la palabra no es suficiente aunque sea necesario, que no basta intentarlo, que no todo es lo que parece.

Es posible que los sueños sólo sean eso, sueños, inalcanzables, trampas con las que el azar captura incautos perplejos que caemos felices en sus bromas pesadas. Como es posible que la ausencia pese menos que el aire y levite poco a poco hacia lugares sin retorno.

Pero yo no puedo ni quiero creerte cuando lo dices, con esa voz blanca que una vez estuvo en mi oído y se ha quedado en él para siempre. Porque, por más que el olvido se resuelva en distancia, no puedo creerte.

Pero es que, además, no estamos lejos. Como mucho nos separan unos pasos, unos besos, unos cientos de miles de metros. Nos separan poco porque aquí seguimos, estando dentro.

Y no te creo. ¿No ves que te escribo como si te estuviera hablando al oído?

Cuando callas

Cuando te quedas callada y tus cinceles de fina púrpura dejan de esculpir el aire que te traspasa, noto como el tiempo cambia a tu alrededor para volverse más viscoso, más difícil de digerir, más áspero al paladar de mis oídos.

El paisaje te sigue con devoción hacia el silencio, tejiendo hebras de intriga por las esquinas del ruido, hilando las palabras posibles que se quedan atrapadas en el eco de las últimas que pronunciaste.

Ya sabes que, algunas veces, transitamos en mundos paralelos desde los que es posible oírnos sin escuchar lo que decimos. Es un hábito impenitente que se agrava con los años, que me hace sentirme miserable a ratos y a ratos inasequible al derramamiento detallista de tu mirada sobre las cosas.

Pero cuando te quedas callada rompes de bruces la barrera de los mundos. Tu silencio rasga el velo tenue que nos mantiene separados, te noto a mi lado más profundamente que nunca y un chip prodigioso te transporta hasta el centro de mi universo.

Te miro, con todas las alertas encendidas del pensamiento, acallando mi voz interior que habitaba sueños lejanos o que andaba perdida persiguiendo esos versos absurdos que se me esfuman de la mano por las rimas.

Te miro fijamente, créeme, saboreando cada uno de los segundos en los que tus ojos consiguen dejarme la mente en blanco, porque, sólo en esos instantes consigo que tú seas toda mía y que yo sólo pueda ser tuyo.

Porque vuelcas en mí todos tus sentidos y estudias minuciosamente mis gestos y gravitas a mi alrededor deteniendo en una respiración todos los elementos místicos de la vida.

Entonces, imperceptiblemente, cambia de mano la llave del tiempo y gira otra vez en la cerradura cuando el silencio ataca su estrofa principal con un «crescendo» imposible que termina arrancando otra vez tu palabra.

——Pero, bueno, ¿no dices nada? ——me hablas como conociéndome desde hace mucho tiempo, con un enfado simulado que siempre me hace sonreír——. Nunca me escuchas, es como si le hablase a las paredes. Pues te decía que he pensado que…

Y ese instante, ese momento, cuando fui el centro de tu universo, se pierde de nuevo entre tus palabras. Me gusta cuando callas, porque dejas de estar… como ausente.

Coincidencia

Andaba yo el martes, ocho de enero, por el estanque, revisando un post sobre Antonio Machado, magnífico poeta, decidiendo no alargar una cierta conversación sobre preferencias.

Sin saber bien por qué, decido cerrar la ventana y bajar al sótano para buscar un antiguo cuaderno de poesías entre las cajas olvidadas. Tras una larga búsqueda, aparece el cuaderno justo encima de la Segunda Antolojía Poética de Juan Ramón Jiménez.

Decido rescatarla inmediatamente del olvido, preguntándome cómo había podido condenar ese maravilloso libro a la nube de polvo de las cajas. Y, mira tú por dónde, justo debajo aparece otra antología; esta vez, de, precisamente, Antonio Machado.

«El destino no me asusta, puedo elegir», pienso para mis adentros y sólo rescato el libro de Juan Ramón, junto con mi vieja colección de letras antiguas. Y, antes de leer mi propia historia, escribo un post sobre los viajes de la memoria y el efecto hilo.

Pero antes de dormir, no puedo resistir y dejo que Juan Ramón se abra por cualquier página. Es un libro viejo de una edición barata y la encuadernación no ha resistido intacta el paso del tiempo. Así que se abre con facilidad por su imperfección más acusada, página ciento diecisiete, capítulo trece.

Veamos, ¿cómo se puede llamar ese capítulo para que capte toda mi atención inmediatamente? Pues sí, es posible que alguien haya acertado que el capítulo trece se llama LABERINTO.

Sin leerlo, hojeo el capítulo para ver si lo empiezo antes de dormir, pues ya ha pasado medianoche y a la mañana siguiente toca madrugar. Y, ahí, en mitad de una página, aparece…

En fin, señor Machado, que he decidido releer su libro. Tiene usted aliados muy persuasivos.

Por cierto, más tarde reviso la fecha de edición y observo con asombro que terminó de imprimirse, precisamente, un nueve de enero. Mensajes en el tiempo de quién sabe quién… para quien quiera entenderlos.

LABERINTO

A ANTONIO MACHADO

Amistad verdadera, claro espejo
en donde la ilusión se mira!
…Parecen esas nubes
más bellas, más tranquilas…
Antonio, siento en esta tarde ardiente
tu corazón entre la brisa…
La tarde huele a gloria;
Apolo inflama fraternales liras
en un ocaso musical de oro
como de mariposas encendidas…
liras sabias y puras,
de cuerdas de ascuas líquidas,
que guirnaldas de rosas inmortales
decorarán, un día.
Sí. ¡Amistad verdadera,
eres la fuente de la vida!
…la fuente que a los prados de la muerte
les lleva floras pensativas
en la serena soledad undosa
de sus corrientes amarillas…
Antonio, ¿sientes esta tarde ardiente
mi corazón entre la brisa?

Promesa

Me hubiese gustado prometerte un sinfín de besos y risas cada anochecer, en ese momento en el que los asuntos cotidianos se van disolviendo en la luz de las tardes lánguidas y empiezan a aparecer brillos en la cara oculta de la luna.

Y pactar contigo instantes escondidos entre los dedos de mis manos y los pliegues de tu piel, o excursiones sonrosadas por la cima de tus senos desde mis labios ansiosos o conciertos con música de suspiros enredándosenos en el pelo.

Pero, por más que quiero, no me atrevo a hacerte un juramento y poner en él todos los pensamientos que voy a dedicarte desde cada rincón de mi ser. Ni a convenir un trato sobre el paso de los segundos en los que quiero tenerte a mi lado, de tal modo que, al contarlos, nunca se llegue al total y siempre se quede todo en un suma y sigue.

Me gustaría asegurarte que no me obligo, si no que disfruto, descubriendo los detalles más ocultos de esas virtudes tuyas que sólo aparecen cuando se reflejan en mis defectos. Y aunque ahora no puedo darte mi palabra de que todas las palabras te nombran en mis labios aún sin pronunciarte, me gustaría, entretanto, al menos, ser capaz de sembrarte una duda razonable y captar tu atención sobre el asunto.

Pero es que, ahora, no debo prometerte nada. Son malos tiempos para empeñar la palabra y pueden quedarte dudas de si hablo por hablar o con el corazón en la mano. Porque ha empezado el tiempo de las pancartas y, desde los atriles de todas las siglas, se ha abierto la veda de las grandes promesas que no se cumplen nunca.

Perdóname si, ahora, —ni siquiera existe la palabra— sólo te hago «nopromesas» de todas las cosas que quisiera prometerte. Pero es que no quiero que me confundas ni con charlatanes, ni con videntes.

Sombra

Todavía no hay una sola hoja sobre la fila de álamos que anteceden al muro de bloques de hormigón. Pero el enjambre de finas ramas que los adorna como un pelo agreste y despeinado, proporciona el claroscuro justo para estos días extraños de sol rebelde y sombra de hielo.

Me refugio en ellos para respirar la paz nerviosa que transmite el juego de los niños. El ambiente se presenta plácido y se pueden entornar los ojos al relumbre del sol sobre la pared encalada que preside la escena. Que es la frontera de un paisaje de otro mundo, de los otros tantos mundos que transito de puntillas para no quedarme en ninguno.

Tanta es la tranquilidad, una calma bulliciosa de duendes que ríen a todo pulmón y saltan charcos imaginarios, que vienen a visitarme recuerdos dulces del pasado. Creo ver sombras conocidas entre las que dan las ramas de los árboles y me parece escuchar en el viento susurros diminutos que me traen, desde lejos, aquellas voces entrañables que traspasaban el patio.

De sobra sé que no están, lo tengo bien aprendido, pero el corazón puede más que los sentidos y un reflejo emboscado me devuelve, en un instante, la imagen de aquellas sillas que, a pesar de estar a un lado, eran el centro de un universo de media hora, más o menos. Yo sé que no están, ya sé que no están, pero no puedo evitar verlas vacías ni impedir que un soplo de melancolía me apague un poco el corazón.

Y no se me ocurre más alivio que desempolvar mi dedo gordo y arañar con él palabras de mala ortografía que se encaraman a la pantalla: «Aquí, en la sombra del árbol, veo vacía la silla que está al sol y te echo de menos. Te mando un beso de invierno desde el patio».

Al llegar a casa, mientras me quito los aperos del trabajo, sonrío al ver un nombre escrito en el plasma recién abierto como rutina diaria. Sí, como tú dices, quizás sombra sea la palabra.

Acabo de decidir irrevocablemente, si el azar me lo permite, que la próxima vez que me ocurra y mis ojos me jueguen una mala pasada, la transformaré en buena suerte y, por lo menos, te imaginaré sentada.

« Entradas anteriores Entradas siguientes »

© 2025 Instanteca

Tema por Anders NorenArriba ↑