Está lleno este tiempo de disfraces rojos y coronas que, aún en estas fechas, todavía andan distribuidos por las tiendas. Tiendas frenéticas de gente nerviosa y con prisa, de niños corriendo o llorando detrás de cada estante, de quemadores de visa y carros repletos.
En esas tiendas, generalmente enormes, aún rechinan en un pedestal los hombres vestidos como los reyes en los que la imaginación popular derivó «los magos de Oriente». Que en ninguna parte dice cuántos eran, si tres o diecisiete, ni habla del color de sus barbas ni del de su piel.
Imagino que andarán por estas fechas un poco empachados de muchedumbre, hartos de que los niños quieran sentarse en sus rodillas y llenos de sarpullidos en la cara por efecto de las barbas postizas. Pero de algo hay que vivir y, aunque reyes, sin contrato ni seguridad social no hay más remedio que avenirse al horario y sonreír forzadamente a muchas caras por minuto.
Yo sólo me pregunto, si esos reyes a sueldo disfrutan, a estas alturas, de algún misterio. Si la ayudante del mago aún sigue creyendo en palomas. O si los que limpian la casa de la vidente destapan la bola para verse o saben leer los posos del café antes de meter la taza en el lavavajillas.
A veces dudo sobre qué será lo que piensa el ordenador de mí. Quizá, en el fondo, me desprecia mucho porque también él sabe, mejor que nadie, que yo sólo puedo vender humo.
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