Dentro del laberinto es fácil perderse. Uno cree que basta con tirar del hilo para volver a pasar por los lugares por los que se anduvo y encontrar las cosas que se quedaron prendidas con alfileres en los pespuntes de la memoria. O que se encontrará el camino exacto para volver al principio y empezar de nuevo teniendo más cuidado.
Pero no, volver atrás es perderse otra vez. El papel envejecido, los rostros pardos, el polvo que cubre los sentimientos enterrados en las cajas de cartón de cada sótano, no siempre acogen con la dulzura necesaria la imagen que teníamos de una época pasada, de una persona querida o de un objeto preciado.
Lo peor de todo es que, una vez que tiras del hilo, no puedes parar. Lo que pensabas que estaba antes, resulta que estuvo después, lo que te parecía negro y tan seguro estabas que hubieses apostado un brazo, acabas encontrándolo rojo.
Aquello que leíste en un libro, va y aparece en otro. El título de aquella historia tan bonita, que hubieras jurado tal, resulta ser cual y no está en donde lo buscas, sino tres cajas más allá.
La historia de los calendarios me ha empujado no sé muy bien por qué, pero me parece que es el efecto hilo, a recordar que hubo tiempos en los que yo escribía poemas en cuartillas bueno, renglones cortos más que poemas y que tuve la brillante idea de encuadernarlos en una especie de libro negro.
Después de horas de bucear en el trastero, de leer títulos de libros amontonados intentando recordar por qué acabaron en una caja, de encontrar cosas que no buscaba porque no sabía que tenía, por fin, ha llegado a mis manos el libro rojo.
Sí, resulta que era rojo. Sólo tres personas lo hemos leído alguna vez, las únicas que sabíamos de su existencia, y las tres creíamos que era negro. Y va la memoria y nos falla solidariamente en un acto de error sincronizado.
Aún no lo he abierto y todavía me pregunto para qué lo he buscado. Me asusta no reconocerme en sus páginas como no reconocí su color. Temo encontrar que fui distinto del que recuerdo y que tal vez ahora yo no sea quien creo ser.
Pero no se puede vivir con miedo. Respiro hondo… ¿Mil novecientos ochenta y uno?… ¡Allá voy!
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