Me hubiese gustado prometerte un sinfín de besos y risas cada anochecer, en ese momento en el que los asuntos cotidianos se van disolviendo en la luz de las tardes lánguidas y empiezan a aparecer brillos en la cara oculta de la luna.

Y pactar contigo instantes escondidos entre los dedos de mis manos y los pliegues de tu piel, o excursiones sonrosadas por la cima de tus senos desde mis labios ansiosos o conciertos con música de suspiros enredándosenos en el pelo.

Pero, por más que quiero, no me atrevo a hacerte un juramento y poner en él todos los pensamientos que voy a dedicarte desde cada rincón de mi ser. Ni a convenir un trato sobre el paso de los segundos en los que quiero tenerte a mi lado, de tal modo que, al contarlos, nunca se llegue al total y siempre se quede todo en un suma y sigue.

Me gustaría asegurarte que no me obligo, si no que disfruto, descubriendo los detalles más ocultos de esas virtudes tuyas que sólo aparecen cuando se reflejan en mis defectos. Y aunque ahora no puedo darte mi palabra de que todas las palabras te nombran en mis labios aún sin pronunciarte, me gustaría, entretanto, al menos, ser capaz de sembrarte una duda razonable y captar tu atención sobre el asunto.

Pero es que, ahora, no debo prometerte nada. Son malos tiempos para empeñar la palabra y pueden quedarte dudas de si hablo por hablar o con el corazón en la mano. Porque ha empezado el tiempo de las pancartas y, desde los atriles de todas las siglas, se ha abierto la veda de las grandes promesas que no se cumplen nunca.

Perdóname si, ahora, —ni siquiera existe la palabra— sólo te hago «nopromesas» de todas las cosas que quisiera prometerte. Pero es que no quiero que me confundas ni con charlatanes, ni con videntes.