Cuando recuerdo mis años adolescentes todo se vuelve azul, como los muebles del cuarto que compartí con mi hermano. Azul marino brillante, un anochecer sin estrellas que caía lánguidamente sobre las paredes blancas de gotelé.
Detrás de la puerta, colgado de ella, llevaba un diario secreto escrito sobre los cuadros de un calendario de pared, de números grandes, de esos que regalaban las tiendas en este tiempo.
Apuntaba en él todas las cosas que me iban pasando con un lenguaje inventado de puntitos y aspas en la esquina apropiada del cuadro, o tachando las letras convenientes del nombre del santo del día que aparecía abajo, escrito en rojo.
Nadie imaginaba el profundo significado de aquel idioma sobre el códice de hoja caduca y, alguna vez que, extrañado por los símbolos, alguien me preguntaba por ellos, yo le hacía ver que eran la cuenta de los ejercicios y temas del instituto.
Pero, en realidad, allí temblaban de tinta mis historias de besos, de sexo solitario, de lo gris de los días y de las suertes que me iban pasando. Nadie lo supo nunca, ni siquiera mi hermano que, alguna vez, me sorprendió mientras lo andaba trasteando a hurtadillas.
Estoy seguro de que si volviera a caer en mis manos, aún después de tanto tiempo, sería capaz de contar mi historia olvidada, día a día, con pelos y señales. Pero, por suerte o por desgracia, aquellos diarios efímeros caducaron en una mudanza y serán ahora humo que flota bajo la capa de ozono.
Recuerdo especialmente la esquina de la suerte —quizá por eso tantas veces escriba que la suerte nos espera en una esquina—, en donde llevaba la cuenta de los momentos favorables de la vida. A más puntitos, mejor suerte.
Yo era otro, me recuerdo perfectamente, y no era capaz de ver más mundo que el que se acercaba a mi nariz. Y aunque fue un tiempo complejo y feliz, hubo muchos, muchos días, que terminaron con la esquina de la suerte en blanco.
El otro día, cuando cambié el calendario de la cocina, me dí cuenta de que aún sigo con mis manías, que quizá no he dejado de ser niño, que sólo las he cambiado de sitio y está ahora en internet el rincón en el que contar mi suerte.
Pero, aunque haya días en los que no escribo, y aunque no sea ni más feliz ni más afortunado que antes ni tampoco menos, he aprendido a ver más allá de las cosas y me he hecho amigo del azar. Y ahora sé que la suerte pasa siempre por mi calendario, garabateando las esquinas, sin permitir ni un solo día, que ninguna se quede en blanco.
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