Instanteca

Una colección de instantes

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Cinco líneas

Atascado en cada primer renglón, enredado entre palabras que no quieren salir a flote y se quedan perdidas en el éter del pensamiento, pasan las horas como resbalándose poco a poco de las manecillas.

Te oigo llegar como si fueses un fantasma de los que pueblan mi cabeza, pero distingo tu tacto real de entre las brumas del cuarto. Pasas tu mano por mi pelo, con suavidad, despacio, revisando un camino que ya ha sido recorrido muchas veces.

He estado tentado de cerrar ventanas, con ese pudor estúpido que sabes que me invade cuando sé que no estoy haciendo nada de provecho, para que no se viera lo que estaba inventando. Pero nada había que ocultar, nada, y las he cerrado para evitar que vieras en ellas mi silencio pintado de blanco.

Ahora es cuando más envidio tus manos, porque con cuatro líneas me has escrito, sigues escribiendo cada día, historias profundas y sencillas que sólo se pueden traducir con palabras que no están en ningún diccionario. Con tan sólo cuatro líneas, la del corazón, la de la cabeza, la del destino y la de la vida, me has escrito poemas que trascienden al tiempo y vencen la melancolía del pasado.

Y envidiando tus manos miro las mías, para descubrir con asombro que yo tengo en ellas cinco líneas. Cuatro son las mismas con las que tu escribes, eso si, más torpes de ternura que las tuyas. Pero la quinta es un trazo fosforescente que aparece y desaparece sin ritmo ni concierto, con tramos superficiales e imperceptibles, con otras partes profundas y sensibles, y dejando en algunos trozos pequeñas marcas indelebles.

Me siento preocupado cuando, al mirar mis manos, me pregunto el porqué de este pentagrama o si es que soy un bicho raro. Pero quiero creer, es más que posible, que esa quinta raya extraña sea la línea de esta otra vida que se me escurre por las pantallas.

¿Soñarán los ordenadores con dedos electrónicos que les escriban versos, como yo estoy soñando en este instante, con los ojos abiertos, con tus manos escultoras de poesía?

Alf layla wa—layla

(para Sherezade)

De estos mil días, de sus mil noches, se podría extraer una vida inmensa escrita de izquierda a derecha como las páginas de un libro. En el que no haya un renglón que no esté vivo, ni una palabra estéril, ni un pensamiento perdido.

Te trajo pálida el azar, antes de que te diera tiempo a preguntar en dónde te habías metido. Tú te arrepentiste antes incluso de empezar, pero no tuve que esperar a que quisieras irte para saber de mi suerte al haberte conocido.

Me enredaste en aquellas historias al oído como sólo el mar puede derretirse en ruido dentro de una caracola. Me llevaste a tu lado, en tus alas de mariposa, por aires de letras que aún me mantienen vivo persiguiendo estrellas y atrapando sombras.

Mil noches llevas escribiéndome besos en los labios. Mil universos presos se me derraman tras tus pasos. Mil noches de azar y de suerte que, aunque son dos cosas bien diferentes, siempre vinieron juntas de tu mano.

Quiero invocar esta noche tu ayuda, tu consuelo en mi delirio, para que conmutes mi pena, para ignorar el maldito final de este libro y borrar los augurios del cielo que dicen que mañana será la última noche que nos vemos.

Para romper en tu nombre la frontera de las mil y una, y quemarla con este deseo infinito de que aún te quedes conmigo, por lo menos, otras mil noches y luna.

Parecidos imaginarios

Para cuando ella me lo dijo, yo ya había olvidado que escribimos de modo diferente.

No es tan extraño que me ocurran esos lapsus porque, cuando leo sus palabras que tanto me gustan, inconscientemente, yo también quisiera poner mi mano en su pluma y dejarme llevar en ella para contemplar el paisaje que descubre.

Pasó como un rayo el tiempo aquel en el que, por encima de cualquier cosa, yo quería distinto de los demás. Como también pasó, veloz y ligera, la época en la que ansiaba desesperadamente ser igual al resto de la gente.

Ahora, me da igual quién sea yo, de una manera o de otra, con tal de sentirme a gusto conmigo mismo. Por eso ya no me fijo en las diferencias, sino en los parecidos.

Y no nos diferencia lo que escribimos, ni en el fondo ni en la forma, ni en los hemisferios, ni en el sexo, ni siquiera en la escoba. Al menos, yo tengo la agradable sensación de que nos parecemos mucho más de lo que se ve a primera vista.

Pero tengo el presentimiento, por la mágica inexactitud de lo escrito, que en lo que más nos parecemos es en lo que no escribimos. Y es un instante maravilloso sentir que uno se parece a otra; especialmente, si esa otra, es una gran poeta.

Contabilidad

Guardo con mimo entre las páginas de mi retina el registro continuo de tus visitas. A veces las abono en la columna del sueño y a veces en la de la vida; y otras veces, por más que intento ponerlas, no encuentro la columna precisa.

Hago agujeros en las paredes, marcando el destino de las miradas perdidas escondidas en tus ojos verdes. Y de las que no se perdieron también tengo un modesto inventario que grabo en las lentes de las gafas que tengo para mirar de lejos a los ausentes.

Reviso, a oscuras, la piel de mis arrugas, contando el calor que dejaron en ellas tus manos. Hago muescas en las puertas de los armarios para practicar, a pulmón libre, inmersiones hasta la altura de tus labios invisibles. Transcribo, desde el pergamino interminable de las horas muertas, las ondas del aire con que tu voz me refresca.

Quiero tener al día los cálculos, ordenar bien los justificantes. Disponer con esmero el detalle completo de tus abrazos. Cuadrar minuciosamente los balances, arquear la caja de la memoria y corregir sus infidelidades más maliciosas. Y te pido que tú hagas lo mismo.

Te pido que hagas lo mismo, no como un favor absurdo, sino para estar prevenidos. Piensa por un momento y verás que no es tan extraño el asunto. Porque pudiera ser alguna vez que, eso que nosotros no llamamos amor, quisiera hacernos una inspección rutinaria.

Entonces será sencillo mirarnos a la cara y demostrar que, tú y yo, siempre le tuvimos las cuentas claras.

Gruñón

Pitufo Gruñón —que nunca estuvo muy contento con que le llamasen así, como su propio nombre indica— siempre quiso ser cocinero. Pero nunca se le dio bien congeniar nada, menos aún los sabores en la comida, y no tuvo más remedio que cambiar de vocación acuciado por una úlcera lacerante que agravó su mal carácter.

Decidió intentar un cierto flirteo con la filosofía. No le iba mal del todo porque discutir era lo suyo, hasta que se topó con Kant. Primero lo abordó con una edición traducida al idioma pitufo que, como todo el mundo puede imaginar, era incomestible hasta para las cabras. Probó a leerlo en alemán, pero se le agotó la saliva al conseguir descifrar el título y su poco aguante para la crítica (de la razón pura) hizo el resto. Nunca sabremos qué habría pasado si hubiese continuado hasta Hegel o le hubiera dado por leer a Nietzsche…

Bastante desmotivado, tuvo la suerte de encontrar en Pitufina un apoyo para sus pesares. Ella fue la que le aconsejó dedicarse a algo de provecho y se hizo constructor de setas de protección oficial. Y le quedaron unas setas muy monas con ático y en primera línea de playa. Pero cuando los compradores, al verla, le señalaban algún defecto de fabricación, él se enfadaba y los tiraba por la ventana. Y claro, entre juicios e inversiones, no vendió ni una escoba y el Bankpitufen se acabó quedando con su negocio.

Pero, ya se sabe, la suerte cambia de lado cuando menos te lo esperas y, ahora, Gruñón está encantado con su nuevo trabajo en un pitufigrama de televisión. Ha creado estilo, se siente como en su salsa dando voces y poniendo verde a todo el mundo, con un éxito espectacular.

Arrasa en las audiencias, puede decir lo que quiera sin que le demanden y nadie le pide nunca que demuestre nada de lo que se inventa. Sí, por fin ha encontrado su rincón en el mundo, contando chismes de Papá Pitufo, sacando del armario a Fortachón y llevando la cuenta de los novios de Pitufina y de lo que le dura cada uno. Es un gran pituriodista del corazón.

¡Qué vueltas da la vida! Cincuenta años después —nadie podía haberlo imaginado—, es él quien persigue a Gárgamel con un micrófono en la mano. ¡Vivir para pitufiver!

Pero, eso sí, desde que se extinguieron los corderos en la pitufiselva del corazón y sólo quedan lobos, no seré yo quien critique su negocio. Porque el treinta por ciento de la audiencia no puede estar equivocada. Ni mil millones de moscas, tampoco.

Entrada secreta

No veo esta noche la luna desde mi observatorio del patio, quizá porque esté brillando para otros en alguna parte del mundo que yo no veo. No se ven tampoco las estrellas, que ahora se adivinan lánguidas, como entristecidas de brillo, sin más misión que trasmitir sombras antiguas de mundo lejanos.

El aire está quieto, indolente, desganado. El ruido se acolcha sobre el horizonte y deja un silencio expectante que apenas puede percibirse entre los latidos de mi corazón y la canción de mis pulmones cuando se vacían y se rellenan.

En el suelo no bailan las hojas secas caídas del seto ni revolotean insectos. Tan sólo, de vez en cuando, me parece ver translúcidas las alas febriles de un murciélago, que bien podría ser espejismo de gorrión apresurado.

Te estaba esperando aquí, ya sabes, en la entrada secreta que tú y yo tenemos al laberinto del deseo. Pero esta noche, sin ruido y sin brisa, subo más deprisa que de costumbre los escalones del incendio que arde a fuego lento y me dilata las pupilas.

Para ver mejor en la oscuridad cómo se abren tus pétalos esperando rocío que inunde tus poros mientras sé que tus ojos, aunque no pueda verlos, perfuman la lista infinita de caricias que llevo adherida en la piel.

No hace falta la luna para hacer una noche. Ni ruido de quietud, ni brisa dulce que rebote sobre el paisaje, ni que el jazmín encienda su fragancia somnolienta sobre la oscuridad adormecida que busca ojos en los que refugiarse.

Tú y yo nunca bailamos al mismo ritmo que los planetas, nunca fuimos marionetas de sol ni títeres de luna. Nos basta empezar con un beso de esos que cierran los ojos y paran el tiempo y abren el concierto de un silencio que revuelve por dentro las hojas del aire que respiramos. Y desatan el jazmín de tu aroma y el revuelo inquieto de tus pechos y las alas febriles de tus manos cruzando a palmos mi desierto en busca de sombra.

Entonces las mías se enredan en la brisa de tu pelo y escribo con fuego, en tu pergamino de valles profundos, versos intensos derramados de tinta. Y confieso que me fascina esa dulce manía tuya de hacer que me ocurran noches desnudas a plena luz del día.

Será por eso que, esta noche, no consigo ver la luna.

Y, sin embargo…

Cuando dices que me quieres, yo no sé si te he entendido. Y no sé si me entiendes cuando te digo que vivimos atrapados en palabras, embebidos en la mágica inexactitud de lo dicho.

Cuando dices que me quieres, no adivino a descifrar si es el deseo lo que te mueve. O es quizá, tan solo, que me deseas buena suerte con un lenguaje fraternal.

Si esperas que yo también te quiera y tú haces la primera entrega esperando devolución. Si el que habla es tu corazón y con él viene también la cabeza o es que perdiste la razón en un ataque de primavera.

Y no sé si lo que me ofreces es una forma de adopción que me ocupará la vida entera. O si vas a quererme siempre o sólo hasta que me muera o tu amor es un amor corriente que se desviará hacia otra gente cuando yo ya no te quiera.

Si me quieres porque no me tienes y cuando me tengas dejarás de quererme. Si me quieres como costumbre o para entretener las horas muertas. O para que te abra las puertas y te invite a tomar café o te regale bombones programados y flores de papel.

No soy capaz de entender si, cuando dices que me quieres, me quieres llevar adherido o si quieres decir que me adquieres. Para que no pueda mirar falda que no sea la tuya ni alumbrarme en la luna de otros ojos ni sentir el tacto de otra piel. Si piensas que el amor sólo se entrega o si tú me lo entregas a cambio de serte fiel. O si crees que, que yo te quiera, acaso depende de que tú lo seas.

Porque yo no sé si el amor es una retahíla de hechizos encadenados y despiertas del anterior para caer en el siguiente conforme vas probando los labios consecutivos de princesas adyacentes. O es una etapa transitoria de infelicidad manifiesta o, por el contrario, es la suerte inmensa de no saber darse cuenta de lo que pasa.

Todas estas dudas son la prueba exacta de la existencia del sentimiento. Por eso quiero que sepas que no te miento. Y yo sé que no me mientes. Es sólo que no estoy seguro de si usamos la misma palabra para decir cosas diferentes.

Porque, cuando dices que me quieres y yo te respondo lo mismo… ¡ay, es que no sé si tú te entiendes! Y yo no sé si me he entendido.

Y, sin embargo…

Anomalías de la suerte

Al día siguiente, nadie ganó. Nadie salió airoso de los avatares de la fortuna, nadie escapó del atasco, nadie encontró una herradura y en todas las margaritas siempre salía que no.

La suerte estaba dormida, decidida a tomar un descanso, y durante el siguiente año, nadie se sintió afortunado. La bolsa poco a poco se fue apagando porque nadie quería arriesgarse y, con ella, la economía del país. Nadie ganó la lotería, ni acertó quinielas y los partidos de baloncesto acababan en empate con los jugadores extenuados entre pitos de un público sin emoción.

No se diagnosticaban a tiempo las enfermedades ni los tratamientos acertaban por casualidad. Los humanos se volvieron taciturnos, irascibles, asustados y desapareció por completo, aún más, todo rastro de solidaridad. Hubo revueltas en las calles y aunque no cayeron gobiernos —porque los gobernantes siempre saben flotar como chapapote— hubo cambios desesperados de carteras y muchos nervios en los padres de la nación.

Los adivinos, al principio, aumentaron sus ingresos de forma descomunal pero al cabo de unos meses tuvieron que cerrar el negocio y ponerse a trabajar por falta de clientes. Quebraron una a una las compañías de seguros, los bancos dejaron de hacer hipotecas por miedo a los morosos que cada vez eran más.

Sólo las religiones y los camellos supieron cómo vender salvación a un pueblo que andaba escaso de felicidad. Llegaron a importantes acuerdos con un gobierno desesperado que se resistía a dejar los sillones que tanto gasto de promesas temerarias les había costado usurpar.

Y, como es bien sabido por todos los que no hacen nunca nada al respecto, no importa cuál sea la guerra, que siempre la ganan los mismos. Las mafias hicieron agosto vendiendo todo tipo de artilugios para matar: los que matan de lejos, los que matan de cerca, los que matan poco a poco, los que matan a muchos y, sobre todo, los que nos dejan a todos muertos de miedo.

Cuando la suerte despertó de su letargo y contempló el impacto profundo que su ausencia había provocado, quiso hacer algo nuevo. Decidió enviar cartas con una semana de antelación, anunciando buena fortuna a los destinatarios. Disfrazada de varios modos para no ser reconocida, se dedicó a pasear por el mundo repartiendo misivas que, al principio, la gente aceptaba con prevención.

Hasta que los periódicos descubrieron al primer afortunado cuando salía ileso de un accidente ferroviario. Ataron cabos, hicieron pesquisas y encontraron el hilo conductor de las cartas. Y, claro, la noticia corrió como la pólvora. Tanto corrió y tan deprisa, que muchos pensaron, no sin algo de razón, que seguramente sería mentira.

No voy a extenderme en detallar cómo las mafias volvieron a ganar con falsificaciones y venta de protección a los afortunados, ni cómo la envidia xenófoba terminó atacando a los desconocidos a quienes se sorprendía entregando papeles a los vecinos. Tampoco es necesaria mucha imaginación para adivinar que hubo un nuevo reflote de la religión y del tráfico de drogas.

Baste decir que la suerte no tuvo suerte y no acertó con sus misivas. Básicamente, porque cuando la suerte se anuncia con antelación, deja de ser suerte y se transforma en deuda, y todas las deudas siempre avivan el miedo. Y los teóricamente afortunados, tuvieron que acabar escondiéndose de la envidia de los demás y deseando tener la suerte de que no se notase su suerte.

Hasta que, directamente, cuando la suerte quiso entregar una carta de las tantas que repartía, el afortunado la rechazó. La suerte lo intentó varias veces siempre con el mismo resultado. Picada por la curiosidad, adoptó forma de mujer y se infiltró con paciencia en la vida de aquel escritor aficionado, que a eso se dedicaba el susodicho, hasta el punto que se enamoró. No se sabe bien si de él mismo o de sus letras.

El caso es que, una noche, él la invitó a su casa con la timidez de quien nunca espera fortuna. Y ella aceptó pensando en entregar la carta, pero se dejó llevar por las hormonas adquiridas en su cuerpo de mujer.

Nunca entregó la carta, nunca se separó de su disfraz. Aquella noche yacieron y exprimieron la luna hasta el amanecer a fuerza de reventar los sentidos. Cuando un rayo de sol que atravesó un agujero de la persiana los sorprendió abrazados en la cama y despertaron, él, en lugar de buenos días, le confesó en voz alta:

———La suerte quiso entregarme la carta, pero yo la rechazé. Y, sin embargo, al despertar y tenerte todavía en mis brazos, me he sentido el hombre más afortunado del mundo. La suerte sólo es un sentimiento.

Ella no contestó y se quedó pensativa. Se quedó absorta, concentrada, incluso parecía adivinarse que preocupada. Se quedó reflexionando sobre lo ocurrido, sobre lo escuchado y sobre lo vivido. Se quedó indecisa, triste y alegre, real y ficticia, nerviosa y tranquila. Pero se quedó.

Y, al día siguiente, nadie ganó. Bueno, nadie… excepto yo.

* * * * *

Este texto imaginario está basado en un hecho real, cuya lectura recomiendo fervientemente. Se trata de «Las intermitencias de la muerte» de José Saramago, gran escritor portugués ganador del premio Nobel de Literatura en 1998.

Y quiero dedicárselo a la suerte. A la suerte de haberte conocido.

De árboles y otras vistas

De los amigos casados de la pandilla, él era el que llevaba menos tiempo. Aparentemente enamorado, supuestamente feliz, pero pudiera ser que no tanto.

Fue mi hermano quien me recomendó la película con un encargo. Me dijo que, después de verla, me imaginase en las circunstancias del protagonista. Y en ese supuesto, que le dijera si yo también me hubiera subido al árbol, aún sabiendo todo lo que pasaría después.

La verdad es que no hay nada como un enigma para despertar mi interés y vi la película con mucha atención. No tenía actores conocidos, era una producción italiana, y aunque no diría yo que era una obra maestra, se dejaba ver. Especialmente, porque yo andaba entretenido buscando mi propia respuesta a los acontecimientos que sucedían.

Él y su esposa acudieron a la boda de uno de sus amigos, que se celebraba en los jardines de una mansión señorial. La pareja, durante el convite (por cierto, bastante más del estilo norteamericano que del mediterráneo), se separó en diversas ocasiones para departir con el resto de los invitados.

Entonces apareció ella, una chica rubia —más que guapa, atractiva, suave, tierna— de apenas dieciocho años que aún iba al instituto y a la que conocía por ser la hija de unos amigos cercanos a su familia. Le dijo que llevaba tiempo queriendo hablar con él y lo invitó a subir al árbol, una especie de mirador romántico que la mansión tenía preparada en un lateral del jardín, y él, localizando la lejanía de su esposa con la mirada, aceptó.

Allí, ella le confesó la atracción que le despertaba y su deseo de volverlo a ver, hasta que la aparición inminente de su esposa le hizo bajar apresuradamente y dejar una futura cita sin precisar.

El resto, bueno, no voy a contarlo para que nadie sepa que el mayordomo es el asesino. Pero si diré que, cuando semanas más tarde mi hermano me recordó el encargo, yo le contesté afirmativamente sin vacilación ninguna. A lo que mi hermano comentó, con esa ironía que sólo él sabe desplegar:

———¡Si es que no te sirve la cabeza para nada! ¿No ves que si nos subimos todos, acabaremos por tronchar el árbol?

Fue su alusión a mi cabeza la que me hizo reflexionar más tarde sobre otro tipo de consideraciones más profundas. Porque es sencillo ponerse en la piel de otro sabiendo en todo momento que es «otro», como es sencillo dar consejos que uno nunca seguiría.

Pero entender que la vida es sólo una, decidir si hay que seguir con los ojos ciegos al azar cuando se cruza, calibrar la robustez de la palabra dada, romper los lazos y hacer daño para fabricar otros que pueden ser igual de frágiles, o desvivir una vida con la cabeza puesta en lo que pudo ser y no fue, no tiene nada de sencillo.

Así que, después de mucho pensar en el asunto, en realidad no sé si subiría al árbol. Porque siempre es el corazón el que dice la última palabra. Pero, desde luego, he extraído de mi reflexión la clara consecuencia de que, efectivamente, necesito un sombrero con urgencia. O una gorra.

No deseo conocer quién subiría al árbol ni por qué. Sólo confesar que sí que me gustaría saber, malsana curiosidad masculina, si lo que se ve desde allí arriba es tan hermoso como lo que, estrangulado por el deseo en algunas noches solitarias, se desvanece con el agua fría.

Matarilerilerón

Siempre me parecerá pequeñísima, rubísima, azulísima, y no podré nunca dejar de pensar en ella como si acabara de dar su primer paso poniendo en mi mano toda su fe. Aquel día, yo tenía que llevarla a una de esas citas importantes a las que queda muy mal llegar tarde, así que apagué el espejo y me bajé con prisa.

Mientras me observaba reunir los pertrechos de padre responsablemente torpe, ella abrió sus platos azules como si fueran ojos inmensos y me preguntó:

———¿Por qué tienes dos manojos de llaves?

Me cuesta salir de mi mundo y aterrizar en el suelo, y como venía flamenco de versos y catatónico de rimas, se me ocurrió decirle que unas eran las que me abrían las noches y, las otras, los días.

Su sonrisa incrédula, su gesto decepcionado de adulto en potencia que no quiere ser tratado como niño y sólo espera respuestas razonables, desarmó al instante mi ataque de fabulitis crónica. Así que tuve que decirle la otra verdad que yo sabía, que unas eran las llaves de la casa y las otras, las del coche.

Entonces, inesperadamente, con la aplastante lucidez de quién ve lo simple de las cosas, bajando escalones y mirando al suelo como si hablase sola, quiso explicarme el mundo mientras reía perlas:

———Todas las cosas importantes deberían tener la misma llave. Así sería todo más fácil.

A pesar de mi supuesto título rimbombante de técnico ayudante en malabarismo de palabras, no se me ocurrió nada con lo que responder. Y, después, todo fueron prisas y huida hacia delante y esperanza de verde y búsqueda de muelle donde atracar, hasta que la tarde se perdió para siempre en un rincón de mi memoria.

Quisiera ser capaz de retomar con ella el asunto, para darle toda la razón que tiene. Sé que existe esa llave, yo la tuve en mi mano un día, cuando todo era más sencillo y mis cosas importantes estaban todas a la vista y cabían en un bolsillo o en un cajón.

Y si alguna vez ella quisiera, cuando inexorablemente el tiempo haya perdido también su llave, tomaría en mis manos su corazón y partiríamos de viaje a buscarla juntos. Podríamos buscar, incluso, hasta en dónde dice la canción.

Debo admitir que me encanta la idea. Y tal vez, allí mismo, una al lado de la otra, ande también escondida la que yo perdí.

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