Seguramente es cierto que la distancia es el olvido y no puedo más que patalear como un niño que pide la luna. Pero es que yo no puedo creerte cuando me lo anuncias.
Me dirás que no estar contigo, que no coincidir en ningún sitio ni a ninguna hora, es un declive lento de recuerdos que se difuminan en la memoria. Que todas las huellas aligeran su marca cuando el reloj del tiempo las entierra gota a gota, grano a grano, con la sustancia que rellena los días.
Que se pierden los rostros en la melancolía de las noches y que el dolor de los teléfonos sólo consigue alargar las despedidas. Que el poder de la palabra no es suficiente aunque sea necesario, que no basta intentarlo, que no todo es lo que parece.
Es posible que los sueños sólo sean eso, sueños, inalcanzables, trampas con las que el azar captura incautos perplejos que caemos felices en sus bromas pesadas. Como es posible que la ausencia pese menos que el aire y levite poco a poco hacia lugares sin retorno.
Pero yo no puedo ni quiero creerte cuando lo dices, con esa voz blanca que una vez estuvo en mi oído y se ha quedado en él para siempre. Porque, por más que el olvido se resuelva en distancia, no puedo creerte.
Pero es que, además, no estamos lejos. Como mucho nos separan unos pasos, unos besos, unos cientos de miles de metros. Nos separan poco porque aquí seguimos, estando dentro.
Y no te creo. ¿No ves que te escribo como si te estuviera hablando al oído?
Deja una respuesta