Guardo con mimo entre las páginas de mi retina el registro continuo de tus visitas. A veces las abono en la columna del sueño y a veces en la de la vida; y otras veces, por más que intento ponerlas, no encuentro la columna precisa.

Hago agujeros en las paredes, marcando el destino de las miradas perdidas escondidas en tus ojos verdes. Y de las que no se perdieron también tengo un modesto inventario que grabo en las lentes de las gafas que tengo para mirar de lejos a los ausentes.

Reviso, a oscuras, la piel de mis arrugas, contando el calor que dejaron en ellas tus manos. Hago muescas en las puertas de los armarios para practicar, a pulmón libre, inmersiones hasta la altura de tus labios invisibles. Transcribo, desde el pergamino interminable de las horas muertas, las ondas del aire con que tu voz me refresca.

Quiero tener al día los cálculos, ordenar bien los justificantes. Disponer con esmero el detalle completo de tus abrazos. Cuadrar minuciosamente los balances, arquear la caja de la memoria y corregir sus infidelidades más maliciosas. Y te pido que tú hagas lo mismo.

Te pido que hagas lo mismo, no como un favor absurdo, sino para estar prevenidos. Piensa por un momento y verás que no es tan extraño el asunto. Porque pudiera ser alguna vez que, eso que nosotros no llamamos amor, quisiera hacernos una inspección rutinaria.

Entonces será sencillo mirarnos a la cara y demostrar que, tú y yo, siempre le tuvimos las cuentas claras.