De los amigos casados de la pandilla, él era el que llevaba menos tiempo. Aparentemente enamorado, supuestamente feliz, pero pudiera ser que no tanto.

Fue mi hermano quien me recomendó la película con un encargo. Me dijo que, después de verla, me imaginase en las circunstancias del protagonista. Y en ese supuesto, que le dijera si yo también me hubiera subido al árbol, aún sabiendo todo lo que pasaría después.

La verdad es que no hay nada como un enigma para despertar mi interés y vi la película con mucha atención. No tenía actores conocidos, era una producción italiana, y aunque no diría yo que era una obra maestra, se dejaba ver. Especialmente, porque yo andaba entretenido buscando mi propia respuesta a los acontecimientos que sucedían.

Él y su esposa acudieron a la boda de uno de sus amigos, que se celebraba en los jardines de una mansión señorial. La pareja, durante el convite (por cierto, bastante más del estilo norteamericano que del mediterráneo), se separó en diversas ocasiones para departir con el resto de los invitados.

Entonces apareció ella, una chica rubia —más que guapa, atractiva, suave, tierna— de apenas dieciocho años que aún iba al instituto y a la que conocía por ser la hija de unos amigos cercanos a su familia. Le dijo que llevaba tiempo queriendo hablar con él y lo invitó a subir al árbol, una especie de mirador romántico que la mansión tenía preparada en un lateral del jardín, y él, localizando la lejanía de su esposa con la mirada, aceptó.

Allí, ella le confesó la atracción que le despertaba y su deseo de volverlo a ver, hasta que la aparición inminente de su esposa le hizo bajar apresuradamente y dejar una futura cita sin precisar.

El resto, bueno, no voy a contarlo para que nadie sepa que el mayordomo es el asesino. Pero si diré que, cuando semanas más tarde mi hermano me recordó el encargo, yo le contesté afirmativamente sin vacilación ninguna. A lo que mi hermano comentó, con esa ironía que sólo él sabe desplegar:

———¡Si es que no te sirve la cabeza para nada! ¿No ves que si nos subimos todos, acabaremos por tronchar el árbol?

Fue su alusión a mi cabeza la que me hizo reflexionar más tarde sobre otro tipo de consideraciones más profundas. Porque es sencillo ponerse en la piel de otro sabiendo en todo momento que es «otro», como es sencillo dar consejos que uno nunca seguiría.

Pero entender que la vida es sólo una, decidir si hay que seguir con los ojos ciegos al azar cuando se cruza, calibrar la robustez de la palabra dada, romper los lazos y hacer daño para fabricar otros que pueden ser igual de frágiles, o desvivir una vida con la cabeza puesta en lo que pudo ser y no fue, no tiene nada de sencillo.

Así que, después de mucho pensar en el asunto, en realidad no sé si subiría al árbol. Porque siempre es el corazón el que dice la última palabra. Pero, desde luego, he extraído de mi reflexión la clara consecuencia de que, efectivamente, necesito un sombrero con urgencia. O una gorra.

No deseo conocer quién subiría al árbol ni por qué. Sólo confesar que sí que me gustaría saber, malsana curiosidad masculina, si lo que se ve desde allí arriba es tan hermoso como lo que, estrangulado por el deseo en algunas noches solitarias, se desvanece con el agua fría.