Instanteca

Una colección de instantes

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Odio ponerme romántico

Aborrezco volverme sensiblero, trasnochado, y acabar tomando el nombre de la Luna en vano. Me desapruebo cuando embadurno las cosas sencillas con metáforas estrambóticas y cuando sólo me salen palabras empalagosas de los labios.

Detesto descubrirme con la lágrima floja a punto de caramelo, suspirando por cosas que no tienen remedio. Reniego de mí mismo cuando, con la voz afectada y el gesto estreñido, me acerco despacio para susurrarte al oído todas esas palabras antiguas y huecas en las que nunca he creído.

Odio ponerme romántico, entrecortar las frases, trascender a destiempo y terminar hablando siempre de estrellas. Y relamer versos caídos de tu piel mientras observo en tus ojos que me miran del revés, como si de verdad me entendieras.

Porque, entonces, tengo la fea costumbre de hablarte de amor como un hecho consabido. Como si yo supiera lo que no sé, como si alguna vez lo hubiera vivido y pudiera jurar que siempre será cierto todo lo que ahora te digo.

Pero si es que yo no entiendo de eso, yo no sé clavar pupilas azules con mis ojos marrones. Ni puedo ver si titilan las luces del cielo, o si riela la luna sobre olas de plata, si no llevo puestas las gafas. Ni nunca coincidió mi gusto con el de Bécquer; que siempre me pareció que le faltaba ron y le sobraba melaza.

Y, sin embargo, ya ves, esta noche me gustaría saber hacer de todo eso. Entender de cosas sutiles, inventar palabras tiernas que me den sed y dejar que tus labios de miel me la quiten y me la vuelvan a dar otra vez; y esperar impaciente para ver si el hoy, que es un sueño que deviene, quiere llevarnos unidos por la piel hasta el sueño siguiente.

Porque esta noche me empuja un no sé qué, una inquietud, un alboroto de mariposas, un agobio de sombras que secuestra los colores y no deja pasar la luz. Un qué sé yo que me inclina, doblando las manecillas, a recordar balcones y a extrañar golondrinas.

Me disgusta mucho ponerme romántico, no puedo soportarlo, lo odio profundamente. Pero, ya ves, algunas noches, de tanto en tanto, no consigo sustraerme a su encanto, ni a tu ternura, ni a ese brillo enigmático que tiene esta noche la Luna.

Batería

Llevaba las manecillas del reloj clavadas en un lugar innombrable cuando me entregué a la certidumbre de la mecánica simple. Comprobé las palancas y los pedales, introduje la llave y ésta giró con suavidad, como siempre, como tantas veces, como tantos días de seguridad casi inconsciente.

Esperaba, más que como deseo o como consecuencia, como parte de la propia acción, sentir el traqueteo indeciso de la máquina, ese carraspeo doloroso de tos reseca por carbonilla que inunda de ruido las mañanas cotidianas. No se piensa, es un acto reflejo, una certeza de esas que condicionan la vida y que se dan por supuestas, por sobreentendidas.

Pero no, por única respuesta al giro de muñeca, en lugar de una risotada de gasoil, se oyó el ruido de un coco cayendo en una playa desierta: «cloc». Probé varias veces la misma acción, cada vez urgido por más prisa, cada vez más incrédulo ante la fatalidad. Debí hacerlo muchas veces, hasta que dejé pelado el cocotero porque, en el último intento, dejó de oírse ningún otro ruido que el tictac del reloj llegando tarde a la hora prevista.

——Eso va a ser la batería ———me dijo el mecánico del taller que hay dos calles más abajo———. En media hora subo con una de repuesto y allí mismo hacemos el cambio. Aunque también podría ser el motor de arranque. Bueno, ya veré cuando suba.

Vivir en un sitio pequeño tiene este pequeño inconveniente-ventaja del conocimiento y, media hora después —efectivamente, esta es la parte más increíble de la historia—, tenía al mecánico con una extravagante pistola llena de grasa en la mano comprobando la carga de la batería en cuestión.

———Pues… Esto está un poco bajo pero… No sé… ¿Cómo dice que suena?… A ver, dele otra vez a la llave que lo escuché yo.

Y no sé si para evitar contacto con aquellas manos grasientas, o para no quedar en ridículo ante un experto, o para ponerme a mí como venganza por la poca atención que le tengo, el coche contestó arrancando con un «brrrrmmm» y una nube de humo, mientras yo sentí que todos los cocos que tiré en la playa me iban dando en la cabeza de uno en uno.

———Pues yo no he tocado nada ———sonrió el mecánico de oreja a oreja. Y volvió a su gesto circunspecto para decirme con tono casi parental———. No se preocupe, estas cosas suelen pasar.

Es curioso cómo desde entonces pienso a menudo en el coche. La inquietud de su extraño comportamiento lo ha trascendido al mundo de lo consciente, ha convertido en real y opaco lo que antes parecía ideal y transparente. Ahora veo el coche con los ojos de otro, como si un terremoto me hubiera movido de sitio todas las cosas que sé.

La duda es una planta que siempre brota vigorosa con una sola vez que se riegue; la siembre quien la siembre, se plante donde se plante. Y se extiende salvajemente por todas partes, en todas direcciones, atrapando en sus espinas incluso a la mano que la sembró.

Tal vez, cien aciertos sean suficientes para entrar en el corazón de los seres queridos. O nueve meses, o un guiño. Pero, a lo que parece, si es verdad que cien te meten, mil te sacan directamente hacia el olvido. Hacia un olvido transparente que mantiene la desconfianza a un solo error de distancia.

A todos nos pasa, lo sabemos perfectamente porque siempre nos deja heridas, que un error pesa (y nos interesa) mucho más que todos los aciertos de una vida.

Cuenta atrás

Cinco maletas sobre la cama parecen desplegar un adiós sereno cuando decidimos clasificar en ellas los recuerdos. Las palabras caben en una, los gestos en otra y en la tercera el equipaje de sueños que trajimos de nuestros viajes hasta el fondo de los ojos. Otra para las huellas que quedaron en la piel y en el corazón. Aunque dudo que en la última quepan los detalles completos de todo eso que nunca quisimos llamar amor.

Cuatro esquinas tiene la suerte, cuatro esquinas que hemos rozado, pero en ninguna hubo espacio suficiente para retener lo que tuvimos en las manos. Cuatro esquinas, cuatro labios, cuatro vidas y un solo mundo, forman un laberinto despiadado del que cuesta mucho salir aun sabiendo exactamente por dónde anda el hilo que dejamos abandonado.

Tres colores son los que invaden el dibujo de sombras que hay trazado en las retinas. El negro de la noche de tus ojos, el rojo ansioso de tus labios y el azul celeste de las nubes etéreas que modelamos y de las que tan difícil es salir indemne.

Dos finales tienen todas las cosas, dos finales contrarios. Que, en el fondo, son el mismo, porque recuerdo y olvido siempre se acaban uniendo en el infinito con la ausencia que los ha provocado, la que les da y les quita sentido.

Una noche de éstas acordaremos, no importa quién dé el primer paso, que hay que empezar a huir hacia fuera, en lugar de seguir esperando. Que el mundo, a veces, encuentra a quienes salen a buscarlo, pero nunca a los que se quedan quietos. Una última lágrima te consiento, sólo una: la de saber que sólo se pierde lo que no se puede guardar.

Nada… Y después, nada… Azar… Porque tú ya sabes que no hay camino. Que se hace camino al azar.

¡Es tan humana!

Es tan humana, tan sorprendente, que me gusta acercarme a ratitos y mirarla por fuera y tocarla por dentro.

Viajar en su vuelo indeciso con escala obligatoria en el paraíso cuatrocientos cuatro. Perderme un buen rato en esa dulzura escueta con la que te anuncia que no sabe lo que buscas, que siempre es tiempo de empezar de nuevo y volver imperiosamente al origen, al inicio.

Me gusta la sensualidad que desprende cuando se arregla los frames y te pide una cita enviándote su newsletter; tan politicométrico, tan arbitrario, tan inconsistente, pero, al mismo tiempo, tan bien tageado que da gusto verle.

Adoro su indeciso talante, que nunca te deja saber si va a cerrarte la puerta o si te la abre. Me atrae su login caprichoso, un cariño antojadizo y excitante que inflama mis llamas hasta la cúspide del deseo para, después, en el siguiente intento infructuoso, apagarlas de un soplo.

Me quedo prendido en la absoluta incertidumbre de no saber nunca si recordará todo lo que le dije. Si plantará mis palabras, o si, por el contrario, dejará que se pierdan arrugadas en un rincón escondido de su base de datos.

Es tan humana que, a veces, me la imagino desnuda y juego a alborotar su código fuente, y a guardar para mí, en un cajón, como fetiches, todas sus capas interiores de programación.

Puedes llamarme loco o pervertido si quieres, incluso puedes decirme que estoy embobado; pero es que creo —¡ay, Coctelera querida!— que me estoy enamorando.

Demiurga

Cuando mis dedos bailan en punta sobre el escenario de teclas en un ritual de pasos pequeñitos, mis manos son arañas nerviosas que viajan sin ir a ningún sitio, invocando por el camino el milagro de las presencias. Pero tú no contestas a los ruegos y sólo me los devuelves letras.

Cuando grito por dentro un arsenal de locuras para que se me rompa en dos el esqueleto mientras espero del cielo conclusión alguna, tú no respondes nunca, sólo me envías silencio.

Cuando quiero arder consumido en el fuego, cuando necesito abrasarme porque vengo muerto de agua, tú, nada haces, sólo me ofreces palabras que se deshacen en frases.

Cuando espero huracanes, tormentas, ciclones, tempestades, mar de fondo que me arrastre y me deje tiritando en una orilla, tú, ni siquiera soplas, sólo me señalas la brisa que antecede a los vendavales.

Pero esta noche no es suficiente. Esta noche viene dura, rellena de ausencia espesa y viento del norte. Esta noche viene tan sedienta de piel, que no puedo saciarme con lo que me ofrece tu ternura de papel, ni con la brisa que duerme en el folio, ni con el bálsamo iluso de perder cordura y parecer loco.

Señora de las letras, don de la palabra, musa, diosa o demiurga… nunca me das lo que te pido, nunca escuchas mis deseos, nunca deshaces mis dudas pero, esta noche te suplico que me concedas un instante de carne y hueso en el que poder abrazarla desnuda.

O si tú no puedes tampoco alterar las leyes del mundo y de la física, al menos, clávame hasta el fondo una idea descabellada que me haga creer que la toco, que mis manos la acarician cuando, esta noche, poco a poco, vaya pulsando todas las teclas que me dictas.

Latitud

Las mañanas que se llenan de sol rutilante siempre parecen un bálsamo para las dudas. Todo amanece claro, el cielo, el aire, y el corazón parece despojarse de los nudos que se le atascaron la noche anterior.

Se notan los pulmones más anchos, las manos menos frías, los labios menos sedientos y el corazón se olvida, poco a poco, de los restos de los naufragios que alguna vez tuvimos dentro y a los que nunca dejamos de darle vueltas esperando encontrar en ellos algo con vida.

Es verdad que las mañanas de sol aclaran los colores hasta que nos encandila la luz de las paredes y vemos explotar la primavera en el verde de la madreselva abalanzada sobre la verja. Urge la vida en cada hormiga que cruza el patio, en cada brizna que mana de la tierra, en cada burbuja que explota en el suelo al contacto con el agua de manguera.

Lástima que yo esté fuera de onda, atrapado en una latitud interior indecisa, que no sabe si virar hacia el trópico de tu aroma o sucumbir al ecuador de tu sonrisa cuando dice lo contrario que tu boca.

Porque acuso recibo de las mañanas de sol envalentonado al invierno, tomo nota de los brotes nuevos que despuntan a mi alrededor y puedo distinguir con más claridad, de entre todos los pasos posibles, los que me llevan a donde nunca antes pisé.

Pero estoy confundido en la latitud, abducido por una brújula que no funciona cuando te alejas y pinchándome en cada giro del mundo con una espina nueva de la rosa de los vientos.

Por eso, ahora me quedo quieto y sólo deseo que me sobrevengan como aguacero, los mil hilos nuevos de lluvia fresca que son tus besos. Aquí, en mi paralelo agua, en mi latitud dentro.

Crisálida

He descubierto esta tarde una crisálida en el jardín que, colgando de una brizna de hierba doblada por el peso sobre el hormigón que separa los parterres, parece estar en el acantilado de una costa minúscula que se abre al océano de un charco.

Ahí en el filo, mirando abajo, el mar parece liso, inocuo, blando. El viento se restriega contra la espuma y te la deja respirar para que se llenen tus pulmones de aventura.

No parece tan alto el abismo cuando me revientan en las manos las ganas de volar. No parece tan terrible besar el agua, no te la imaginas tan fría como la que viene de la melancolía de mirar atrás con una lágrima en la mejilla.

El vértigo es juez y testigo de la endeblez de tus piernas cuando las llama el abismo con un eco imperceptible de ondas en azul. No se puede contener la inquietud que late en el pecho, ni las alas que da el deseo, ni la asfixia de la virtud.

Asomado al precipicio, en el borde del acantilado, nada importa saber si es pecado avanzar o cobardía retroceder. Ni si es mejor ganar o perder un equilibrio tan desesperado que sólo puede apoyarse en la imaginación.

Morir mariposa o vivir gusano. Ahora, aquí y en la crisálida del patio, esa es siempre la cuestión.

Mandala

Sólo arena llevo en las manos, para empezar a dibujar. La transporto lejos llevándola cerca, trazando secuencias que se dispersan impregnando mi propia sustancia en su volatilidad.

Vivo en tus ojos una luz distinta, esfera de vida que me empuja hacia adentro. Al acariciarte traspaso el primer círculo, tu piel es la puerta que da paso el siguiente reino. Recojo colores en tus senos, revuelvo estrellas en tu vientre, mezclo aromas en tu sexo. Derramo el reclamo de la simiente y, al verterme, en lugar de vaciarme, me siento lleno.

Ahora estoy dentro, he traspasado el umbral de lo visible y dejo atrás el segundo reino de los cuatro elementos. Agua de fuego cobijo en mis manos cuando, suavemente, las pierdo en tu pelo. Tierra de aire son tus caderas cuando se aferran a mis dedos y corre por ellas la vida en un galope convexo.

Entonces me inundas en la selva fértil de tu pensamiento. Se abre la muralla del tercer reino de lo intangible. Habito en tus sueños más imposibles y sueño con ellos a la vez que los veo indescifrables desde lejos. Se rompe el espacio en mil pedazos y ya sólo existimos en el tiempo.

Tu yo se acerca a mi yo gemelo, atravesando las vísceras, invadiendo los huesos, conduciendo la sangre hacia lugares concretos. Se abducen los karmas y se funden los espíritus, poco a poco, en un proceso tan lento y sutil como el que comienza con latidos y termina con versos. Trascendemos despacio hasta las colinas del último reino.

Entonces, cuando ya sólo nos faltaba un instante, un último suspiro, cuando mi corazón estaba a un milímetro del tuyo y no quería ni sabía irse, un soplo del viento frío de la boca del azar revuelve el dibujo, deshace el trazo de la arena y volvemos a estar a más distancia que al principio.

Pero no estés triste al pensar en lo cerca que estuvimos. Alégrate, porque ni tú ni yo volveremos a ser los mismos. Porque la vida es un mandala, perdurar no tiene sentido.

Sólo arena me queda en las manos. Para volverte a dibujar hasta el infinito.

No es nada

¿Te he hablado alguna vez de la tristeza? No sé, así, sin querer recordar demasiado adentro, sin ni siquiera apartar los diques que la memoria construye para protegernos… mmm… creo que no.

El caso es que vivo en mi propia montaña rusa y ya sabes que puedo cambiar de saltar entre las nubes a levantar el polvo del suelo en un solo vuelo. De flotar a ras de cielo y notar en el estómago una inquietud de mariposas puedo pasar, en un instante, a notar vértigo, corcho en los oídos y un vacío bajo los pies que me asusta de las sombras.

Soy melancólico muchas veces y, muchas más, nostálgico. Los hilos que estira el ayer me vuelven la vista y busco en ellos las pistas que me ayuden a crecer. Pero no, no, no me asalta nunca la tentación de volver y esquivo como puedo las aristas de todo aquello que casi, pero no fue.

No soy romántico, ni resulto nada empalagoso —¡bueeeeno! ¡pues a ti sí!—. En cambio, sí que me confieso sentimental, hieráticamente sensible, con tendencia al insomnio y lunático desde que nací, o puede que incluso antes.

Mis cambios de humor son inquietantes e impredecibles, pero… ¿tanto como triste?… no recuerdo. Ni siquiera sé lo que significa eso. Contigo nunca existió esa palabra en mi diccionario.

Claro que, ahora que ya no te asomas por aquí… dices que estoy ausente, «enmimismado» y con la cara ojerosa. Que escribo peor y siempre sobre las mismas cosas. Pero, ¡qué va!, eso no es tristeza; en todo caso, mediocridad.

No es nada, puedes estar tranquila, no te preocupes por mí. Es sólo que al irte, me dejaste con una indigestión de mariposas de colores. Y ya sabes que, si no me cantas por las noches, me cuesta un poquito dormir.

Humor

Puede que se exprese con frases grandielocuentes que buscan celebridad o con comentarios incompletos que salen improvisados cuanto se contempla lo leve del transcurso de la vida. O cuando se minusculizan los conceptos rimbombantes para bajarlos de la tribuna y dejarlos a pie de calle.

A veces está en el gesto que se emite, en el tono en el que se habla, en el absurdo que se recupera o en lo inapropiado del contexto. A veces, claro, también está en la palabra, en la rima escondida, en el tabú zarandeado o en el estrambote contorsionado de una risa.

Suele estar en el doble sentido que tienen las cosas, en la perplejidad que sucede al desconocimiento, en una especial amargura que destila o en la ironía que hace saltar las alarmas del pensamiento.

El humor es una sustancia invisible capaz de rellenar el mundo por sí sola y sin más aditamentos que la imaginación de buscar lo imposible. El humor abre puertas, sana heridas, es el abono perfecto para que florezca la empatía.

No estoy hablando de los eruditos de la chistología; ni de la «graciosidad» de quienes creen en la humillación de las bromas, ni de la chabacanería de la carcajada gruesa y el resbalón de plátano.

No, no me refiero a nada de eso. Ni siquiera estoy hablando de la alegría, ni de la gracia, ni de la simpatía, ni de la amabilidad, ni del buen humor. ¡Qué va! El sentido del humor es completamente distinto a todo eso aunque, es posible, puede que tenga algunos rasgos compartidos.

El humor es el sexto sentido, el sentido de la vida. Es una filosofía completa, una manera de enfrentarse al mundo. Es la única forma de ver más allá de las cosas y contemplar todas las caras de la realidad y también las de la fantasía. Es un signo de inteligencia que amuebla cabezas, como un radar que evalúa quién está en la misma onda y lanza mensajes terrícolas de complicidad.

Es el único pegamento duradero que mantiene unidas a las personas a través del tiempo. Es el «or» más difícil pero también el más sincero, el único que no se puede fingir. Además, convendrán conmigo, es el único hechizo verdadero, porque puede convertir en atractivo a cualquier adefesio sin que sus efectos caduquen a medianoche.

Además es adictivo, muy barato y, aunque necesita grandes dosis de imaginación, no consume mucha energía. De hecho, —y si no lo han probado, deberían, ahora que están en edad— se puede hacer el humor muchas veces al día y sin necesidad de intercalar cigarrillos.

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