Atascado en cada primer renglón, enredado entre palabras que no quieren salir a flote y se quedan perdidas en el éter del pensamiento, pasan las horas como resbalándose poco a poco de las manecillas.

Te oigo llegar como si fueses un fantasma de los que pueblan mi cabeza, pero distingo tu tacto real de entre las brumas del cuarto. Pasas tu mano por mi pelo, con suavidad, despacio, revisando un camino que ya ha sido recorrido muchas veces.

He estado tentado de cerrar ventanas, con ese pudor estúpido que sabes que me invade cuando sé que no estoy haciendo nada de provecho, para que no se viera lo que estaba inventando. Pero nada había que ocultar, nada, y las he cerrado para evitar que vieras en ellas mi silencio pintado de blanco.

Ahora es cuando más envidio tus manos, porque con cuatro líneas me has escrito, sigues escribiendo cada día, historias profundas y sencillas que sólo se pueden traducir con palabras que no están en ningún diccionario. Con tan sólo cuatro líneas, la del corazón, la de la cabeza, la del destino y la de la vida, me has escrito poemas que trascienden al tiempo y vencen la melancolía del pasado.

Y envidiando tus manos miro las mías, para descubrir con asombro que yo tengo en ellas cinco líneas. Cuatro son las mismas con las que tu escribes, eso si, más torpes de ternura que las tuyas. Pero la quinta es un trazo fosforescente que aparece y desaparece sin ritmo ni concierto, con tramos superficiales e imperceptibles, con otras partes profundas y sensibles, y dejando en algunos trozos pequeñas marcas indelebles.

Me siento preocupado cuando, al mirar mis manos, me pregunto el porqué de este pentagrama o si es que soy un bicho raro. Pero quiero creer, es más que posible, que esa quinta raya extraña sea la línea de esta otra vida que se me escurre por las pantallas.

¿Soñarán los ordenadores con dedos electrónicos que les escriban versos, como yo estoy soñando en este instante, con los ojos abiertos, con tus manos escultoras de poesía?