Para cuando ella me lo dijo, yo ya había olvidado que escribimos de modo diferente.
No es tan extraño que me ocurran esos lapsus porque, cuando leo sus palabras que tanto me gustan, inconscientemente, yo también quisiera poner mi mano en su pluma y dejarme llevar en ella para contemplar el paisaje que descubre.
Pasó como un rayo el tiempo aquel en el que, por encima de cualquier cosa, yo quería distinto de los demás. Como también pasó, veloz y ligera, la época en la que ansiaba desesperadamente ser igual al resto de la gente.
Ahora, me da igual quién sea yo, de una manera o de otra, con tal de sentirme a gusto conmigo mismo. Por eso ya no me fijo en las diferencias, sino en los parecidos.
Y no nos diferencia lo que escribimos, ni en el fondo ni en la forma, ni en los hemisferios, ni en el sexo, ni siquiera en la escoba. Al menos, yo tengo la agradable sensación de que nos parecemos mucho más de lo que se ve a primera vista.
Pero tengo el presentimiento, por la mágica inexactitud de lo escrito, que en lo que más nos parecemos es en lo que no escribimos. Y es un instante maravilloso sentir que uno se parece a otra; especialmente, si esa otra, es una gran poeta.
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