Una colección de instantes

Secreto (Página 6 de 9)

A medias

Estoy dándole vueltas a la cabeza, pensando en el efecto de las palabras a medias. En las frases que se empiezan y no se acaban. En… Un momento, teléfono.

Ya está. Una tontería, que me ha tocado «mágicamente» un pasaje para un crucero. A ver, ¿por dónde iba?… Andaba pensando en los círculos que no se cierran, en las semirrectas, en los impulsos que nos lanzan pero no nos orientan. Y estaba intentado calibrar si tienen efectos que… ¡Vaya, la puerta!. Ahora vuelvo.

Venga, no era nada, que si conocía el coche que le tapaba la cochera a un vecino. Pero ya se lo han quitado… El caso es que estaba antes enfrascado en los mensajes que no se concretan, en esas llamadas de inteligencia —no sé si me explico— que lanzamos a la conversación para saber si alguien ha encontrado el hilo.

Como decía, estoy dándole vueltas a la cabeza, pensando en el efecto de las palabras a medias. Y me repito porque tengo un amigo en el otro lado de la ventana que necesita instalar un programa y estoy intentando explicarle cómo, pero es que me tiene frito y no damos con la tecla.

Total, que yo estaba concentrado en saber de los principios con final implícito, de los pensamientos incompletos que… El relojito de la cocina me ha dado un aviso para que apague la hornilla, pero a ver si termino este párrafo de una vez.

Cortaré por lo sano, así no hay manera, y dejaré sin acabar este pensamiento incompleto sobre las palabras a medias. Y por si no lo consigo acabar, me sería de una ayuda inmensa que, además de todo lo que ya haces por mí, también estas historias que no termino de escribir, me hicieras el favor de entenderlas enteras.

* * * * *

Subo para terminar, pero, de verdad que subo sin gana. Se ha acabado el agua, se han pegado las verduras, se me ha quemado la olla y el humo de la cocina no es que salte a la vista, sino que la penetra.

Lo peor es que me han regañado las cacerolas, porque ya me tienen avisado de que los desastres son más completos cuanto más a medias se dejan las cosas. Y que al que no tiene cabeza, no hay que hacerle caso. Es mejor darle un estropajo y que se aparte de las teclas.

Por ese preciso gesto

Tengo que empezar diciendo que no me gusta. No sólo es excesivamente joven, sino que, además, no tiene conversación.

Tampoco digo que sea fea, en absoluto. Pero no tiene una mirada atractiva, ni unos labios carnosos, ni una sonrisa limpia. Ni gorda ni flaca, con la cara de almendra y la piel demasiado seca y demasiado clara. Los pómulos aplastados, las orejas grandes y las cejas… Bueno, de las cejas no digo nada.

Apenas la conozco, nos hemos dirigido poco la palabra y por pura cortesía. Ya digo que no resulta fea, una cara normal y corriente, un cuerpo adecuado a su altura pero sin matices que la hagan diferente. Vamos, que no me gusta.

Lo único que sí me gusta es que tiene el pelo largo y sabe moverlo con naturalidad. Digo todo esto para poner en antecedentes de lo que voy a contar.

El caso es que ella estaba con su novio, que además de ser amigo mío es el hermano pequeño de un buen amigo, sentada en la terraza de un bar. Acerté a pasar con prisa y me hicieron una seña. Me senté con ellos un momento, mientras repasábamos de memoria el guion de estas conversaciones cortas que hay que improvisar cuando te encuentras con un amigo que ya está con otra compañía.

Preguntas genéricas, referencias a su hermano y a su familia, que cuando se van a casar y, así, un pequeño etcétera de cosas que no pasarán a los libros de la historia personal de nadie.

Ella, en una pausa incómoda de esas que a veces ocurren, se pasó la mano por el cuello en un gesto inadvertido. Pero se dio cuenta de que se le había desabrochado una cadenita de oro que llevaba con un colgante… bueno, no recuerdo si llevaba colgante.

Una vez comprobado que el cierre estaba bien, le dijo a mi amigo que le ayudase a ponérselo, justo en el momento en que alguien lo llamaba al móvil. Debía ser algo importante porque me hizo un gesto y «¡ah, claro!», pensé, «yo se lo pongo, sin problema».

Me levanté y me puse detrás de su silla. Ella, con naturalidad, inclinó torso y cabeza hacia delante y, con un gesto indescriptiblemente sensual, se apartó suavemente el cabello dejando su nuca al descubierto.

Ya he dicho que ella no me gusta, que no es mi tipo, que no me dice nada. Pero, en ese preciso instante, por ese preciso gesto, hubiera sido capaz de comérmela a besos.

Y hoy, cuando he vuelto a casa, se me ha ocurrido pensar en los detalles tan pequeños que hacen que las personas nos gusten, nos conmuevan o nos exciten. Yo sé algunos de lo que me gustan a mí, porque supongo que aún me quedan otros por descubrir, pero… ¿Haré yo algún gesto que despierte la sensualidad de alguien?

A propósito del fútbol

Soy forofo —curiosísima palabra, que me gusta mucho más que la furibunda «hincha» o la tibia «aficionado» — del Atleti. He sufrido y disfrutado con él, y mucho más lo primero que lo segundo. He soñado con sus victorias, he perdido el apetito cuando la derrota llegaba en el último minuto y, visto así, es un asunto casi paranormal que yo pese lo que peso y que tenga insomnio.

El caso es que uno se hace de un equipo por… bueno… a saber por qué. Y luego nunca lo deja. Ya se puede estar arriba o abajo, levantando copas o dando puñetazos de rabia en el césped. Puede hacer que te sientas orgulloso o decepcionado, triste o alegre, arropado o solitario.

Pero sigues siendo de tu equipo y, tarde o temprano, enterándote del resultado o mirando el penalti por el resquicio que dejas entre los dedos mientras te tapas los ojos con las manos, lloras con su mala suerte o cantas su victoria soliviantando a los vecinos.

A propósito del fútbol, hablo siempre de los amigos y de que nunca sé exactamente qué es lo que me hizo fijarme en ellos. Pueden hacer que te sientas orgulloso o decepcionado, triste o alegre, arropado o solitario.

Pero cada uno sigue siendo tu amigo y, tarde o temprano, enterándote desde lejos o estando en primera fila, cantas con sus batallas ganadas, por pequeñas que sean, o te aprieta en la garganta su mismo nudo.

Ninguna tristeza propia es más profunda. No hay desamparo más grande que verlo perdido y no saber ofrecerle ayuda. Y aunque la fuerza centrífuga de la vida lo aleje, lo acerque o lo revuelva, siempre seguirá siendo amigo.

El caso es que uno lo adopta por… bueno… a saber por qué. Por ternura o por complicidad; o por las dos cosas juntas. Y luego nunca lo deja. Le perdonamos todo porque, sencillamente, no hay nada que perdonar. Y no le pedimos nada porque, sencillamente y sin darse cuenta, ya nos lo da todo. Su único defecto y el más difícil de soportar, sería que no fuese tan feliz con nosotros como nosotros los somos con él.

He decidido tu amistad y eso es algo que nunca escribo con lápiz —o tal vez me la invento, puede ser, yo qué sé, y qué más da si el sueño también es vida—. Pero está decidido con tanta fuerza que, ya ves, ni siquiera me importaría que no fueras del Atleti.

Y, a propósito del fútbol y de los amigos, debo advertirte que empieza el partido y que, te guste o no estar en mi equipo, ya no hay nada que puedas hacer al respecto. Ni siquiera irte.

Dos en un extraño tren

Ella llevaba un vestido muy ceñido de tarde solitaria. Le esperaba en un banco, sentada cerca del andén. Él calzaba coraza de letras y ligereza de pies.

Embarcaron entrando por la misma puerta y, por primera vez y no como siempre, se sentaron enfrente. Ella desplegó sus sonrisas de manzanilla y él descorrió la ventanilla de sus labios de té.

Ella parpadeó con las manos y él también, mientras con el humo del andén dibujaban rostros en la niebla. Mirando desde el tren, sucedió un viaje interior de paisajes del corazón y horizontes de la cabeza.

Llegados al término, que no al fin, se separaron al salir como si no se conocieran. Él se fue yendo despacio, cogido de las ganas de un abrazo. Ella, quizás, pensando en un adelanto fugaz de la primavera.

Dos en un extraño tren. En un tren extraño que los conduce a cualquier parte sin moverse de ningún lado. Y aunque la vida hiciera un extraño y les dejara perderse otra vez, ya no dejarán de extrañarse cuando pasen al lado del tren.

Luminosa mañana

Me he levantado temprano en esta luminosa mañana, después de acostarme tarde. El cielo estaba de un turquesa casi imposible. Los rayos de sol calentaban el patio que anda revuelto de brotes en el peral y enredado en la madreselva que hay a un lado. Estaba previsto, quizás, que hoy fuera un buen día.

Pero no he podido contener el malhumor de separarme de la cama. Me pasa muy a menudo, como si no me quisiera dejar a medias un pensamiento, como si nunca fuese buen momento para despertar.

En el primer movimiento, además, me ha dolido el brazo con un dolor corrosivo que se me incrusta en la base del cuello. Tiene nombre y no es grave, pero es muy molesto. Una mala postura, tal vez un mal sueño.

No he podido escribir. El ordenador es cruel para la espalda y despiadado con la vista. Así que he bajado al patio, al sol, que calentaba con la fuerza de mayo. Y un rato después, en la sombra, ha empezado a dolerme la cabeza.

De todas las cosas que pensaba hacer, no he hecho ninguna, ni siquiera cocinar. La tarde ha pasado después a cámara lenta, de la pastilla al sofá y del sofá a la cama. No me apetecía escuchar música ni ver películas; sólo seguir, medio dormido, inventando excusas para no hacer nada.

Esta noche voy a acostarme enseguida para esperar que no le importe al día siguiente regalarme otra luminosa mañana. Pero antes he decidido escribir aquí algo muy importante, que quiero recordar siempre: «Yo también soy mis defectos».

Todo yo voy dentro del mismo paquete, como una oferta de fin de existencias. Los malos textos también son míos. Y los hábitos que repito impenitentemente y las sombras de otros días y la desgana y el silencio. Yo también soy todo eso y no siempre me doy cuenta.

De lo que sí me he dado cuenta, es que ya he pasado de cuarenta mil visitas. Que llevo más de quinientos textos, que aún me quedan cincuenta días y que he recibido más de dos mil setecientos comentarios de gente amiga.

Y aunque no les habré gustado a todos y seguro que veinte mil son mías, desde esta luminosa mañana quiero dar a todos las gracias por vuestras visitas. Y a todos los que me ayudan a respirar hondo y tener ganas de creer que mañana será otro día.

De amor y correspondencia (I)

SÍNDROME

Determinado estímulo, por mor de infinitesimales sucesos bioeléctricos, inflige un dolor de cabeza que cataliza un sueño. El alambique de la memoria destila el sueño hasta un licor de ideas que, en el primer momento, salen dulces hasta empalagar.

Las zonas del cerebro que controlan el lenguaje las rectifican de sal y, un arco circunflejo de habilidades miniaturizadas, las convierte en palabras y luego en movimientos más o menos torpes de los músculos de los dedos. Por la acción ininterrumpida del silicio, siempre que esté expuesto a la temperatura de referencia, y la de una nube de electrones magnéticamente desubicada, los agentes patógenos saltan a la realidad virtual de una pantalla o de un papel.

En otro sujeto, especialmente receptivo por cuestiones que aún están por estudiar, y en un momento específico concreto, pero difícil de señalar en el tiempo, toma contacto con el agente expansivo a través de la percepción visual y, si no ha fabricado los anticuerpos necesarios, queda impregnado del virus. No inmediatamente, claro, sino cuanto mayor sea el tiempo de exposición en las condiciones descritas.

Este virus desencadena en el receptor el mecanismo contrario. Un baile neuroquímico perfectamente sincronizado con sucesos microeléctricos y macrocelulares, que serían largos de contar, va invirtiendo el proceso de partida hasta catalizar un sueño, el mismo sueño, y, seguramente, el mismo dolor de cabeza.

House carraspeó, hizo una pausa casi interminable y prosiguió su discurso con gesto serio:

—Todos los síntomas coinciden: dolor de cabeza, problemas de sueño, alteraciones gástricas y posturales, inapetencia… No hay ninguna duda. Usted sufre el síndrome de Bergerac… Y se ha infectado por una exposición intensiva a la lectura. Bueno… o a la escritura que, para el caso, viene a ser igual y rima lo mismo. Como da lo mismo que se llame Cyrano o Roxane.

Miró a la mesa y escribió unas instrucciones en un papel. Entonces, levantó de nuevo la vista y explicó:

—Usted se morirá, tarde o temprano, pero no será por esto. Es una enfermedad común, muy molesta y que requiere un largo tratamiento. Pero es muy sencillo y tiene un altísimo grado de efectividad. Sólo tiene que seguir leyendo y escribiendo insistentemente lo que ya leía y escribía hasta que, pasado un tiempo, variable según cada quién, acabe por aburrirle soberanamente.

Luego añadió, entregándole un papel manuscrito:

—Tómese esto para los síntomas. Es un placebo, pero le aliviará. ¡Ah! Y deje de correr una maratón cada fin de semana. No es bueno para su espalda.

Un poco más tarde, a solas, en la consulta, Cuddy le recriminó con dureza:

——¡Eres un capullo! ¿Cómo se te ha ocurrido inventarte lo del contagio por lectura? ¡Estás loco!

——Hubiera sido más fácil mentirle ——respondió el doctor esbozando una sonrisa malévola y encantadora——, diciéndole que se ha enamorado. Pero… ¡qué coño! ¡Es primavera!

——¿Y por qué le has dicho, también, que se trataba de un virus? —añade la doctora con gesto preocupado.

House se queda pensativo, mirando al infinito:

——Porque eso, a todos, siempre nos tranquiliza mucho…

Ojos de House en primer plano y fundido en negro para acabar la escena. Y justo después, cuando aparece el primer anuncio, empieza a dolerme la cabeza.

De amor y correspondencia (II)

AMOR POR CORRESPONDENCIA

En aquel tiempo de distancias insalvables, ella tropezó con la primavera comprando papel perfumado. Todos los días llevaba el corazón florecido por debajo de un vestido infalible y los labios recién endulzados con una docenita de versos libres.

——¡Buenos días, señor tendero! Deme más papel perfumado, que quiero escribirle versos a mi amado. Y, esta vez, démelos de lo mejor. Que estoy deseando impregnárselos de amor y vocabulario.

En aquella distancia de tiempos insalvables, él recibía las misivas con la alegría propia de un enamorado. Se le hinchaba el pecho, le temblaban las manos y se le nublaba la vista. Soñaba despierto y adoptaba una mirada dormida sobre un gesto de azúcar inmaculado mientras se decía:

——¡Oh, amada mía! Siempre adoraré el olor de tus palabras y tu impecable ortografía.

¿Eran felices sin piel? Tal vez. Pero mejor prosigamos.

Insalvables los dos, tiempo y distancia se aliaron en una riada, que cortó el puente por donde los lacayos del amor transportaban las cartas. Ella las seguía enviando, pero ya no llegaban o, si lo hacían, no llevaban enredado aquel aroma de esplendor.

El fiel amado, decidió inflamar su recuerdo herido con el aroma de un frasco, en lugar de con terapia de olvido. Y, por no alargarme en exceso, resumamos toda la palabrería en que cayó rendido a los pies de la dueña de la perfumería, mujer de ternura infinita y pechos hipnóticos; y, claro, la pidió en matrimonio. Ella, la remitente de las misivas, también hizo lo propio y se casó con el tendero, que tenía los ojos tiernos y las manos suaves de tanto envolver poesía y vender diccionarios.

¿Fueron felices después? Quizás. Pero terminemos el cuento antes de elucubrar.

Aunque, la verdad, no tiene final esta historia, sólo puntos y seguido. No obstante, quedad tranquilas, almas sensibles de lector, que llega, por fin, el romanticismo de este relato. Porque, más tarde, a los tres años o así, a ninguno de los cuatro quiso el amor volver a hacerles ni puto caso, con perdón.

Y no pido perdón por el taco, que en los tiempos actuales es moneda corriente; pido perdón por haberme equivocado en que el romanticismo del autor no iba en el párrafo anterior, sino en el siguiente. En el que el aludido, no contento con relatar hechos verídicos a todas luces, además introduce, no sin calzador, razonamientos propios de una mente absorta en sus torpes dudas y empalagosamente enferma de literatura.

A pesar de todo… ¿serán felices los cuatro? Pues, en realidad, se conteste lo que se conteste, y teniendo en cuenta que nada es para siempre, serán felices a ratos, como todo el mundo: mientras les dure el olor, mientras sientan el amor y mientras les quede en lo más profundo de la memoria, o del corazón, un recuerdo deshecho en vocabulario.

Ruta alternativa por el laberinto

Desempolve mis días de vino y rosas. Gire a la izquierda y tíreme las pastillas que duermen todas las cosas, aunque me haga seguir desvelado y con insomnio. Resucíteme en esta primavera con la alegre costumbre de la cerveza. Párese, descanse un momento, y crea a pies juntillas en el horóscopo.

Entre el hola y el adiós, cambie sus dudas por mis certezas y pise a fondo, que es todo recto. Si se quedara sin combustible, dígame, dígase y diga, lo que nadie hubiera dicho y entienda, por mi tardanza en acudir en su auxilio, cuánto me gusta exprimir todo el tiempo que pasa conmigo, aunque a veces no me entienda.

Y déjeme imaginar, ahora que está tan cerca la última puerta, que tal vez, en otro veinte de marzo, usted y yo, ya empezamos, cuidadosamente, en este juego del azar.

De amor y correspondencia (y III)

INTERSECCIONES

Vengo pensando en el camino, que de dónde ha salido, que hacia dónde va, que a dónde lleva y que todo se cruza.

La curva redonda me inclina la cabeza, pero también el torso. Se contradicen las manos y se cruzan, como todo. Y tengo que agarrarme el corazón para no perder nada de vista y no dejarme vencer por la fuerza centrífuga.

Porque vengo pensando que todo se cruza, que a dónde voy, que para qué. Que en qué estará pensando, que cual porqué es el que da peor sombra y mejores vistas.

El semáforo parpadea amarillo, allá, un poco más lejos, en donde todo se cruza. Yo sigo pensando en el trayecto, en si torcer antes de tiempo. O confiar en el camino, seguir recto y dejar correr las manecillas.

Entonces, mientras pienso que todo se cruza, siento un pellizco. El corazón se arruga, se escapa el aire, el zapato que pisa. Chilla la goma, se abalanza el pulso y suda el instante, pero el hierro se queda frío. Amarillas se quedan las caras del otro coche que se atraviesa conmigo.

No hay disculpas por debajo del amarillo, que para eso seguimos vivos mientras todo se cruza, mientras se entrelazan los finales y los principios. Que seguiremos vivos mientras se nos arroben los ojos, mientras se entornen las puertas, mientras se resista el olvido.

Traspaso el umbral, porque me das permiso, y pienso en cómo se cruza todo. En qué piensa, en a dónde va, en cómo te quedas y en con qué poco basta para no seguir más allá y darlo todo por perdido.

Yo te cuento que todo se cruza, que el coche no me vio llegar, que todo sigue amarillo, incluso en la tercera edad. Y que, por eso, allá, un poco más lejos, un tanto después, se seguirá cruzando todo.

Entonces pienso en cómo nos vamos cruzando, parpadeando. Pienso en el amarillo que nos espera a todos, allá, un poco más lejos, en donde se trenzan las dudas, en donde se atraviesan los sueños, en donde las vidas se cruzan.

Y me voy preocupado, porque todo se cruza, porque todos nos movemos y porque nadie sabe nunca cuando pisarán los otros el freno, ni por qué, ni por quién. Ni quién lo pisará primero o si nos atravesaremos a la vez.

Al otro lado

Al otro lado del corazón, donde se guardan los secretos imposibles, ya ha llegado abril como un soplo.

En donde un laberinto termina y empieza otro, más allá del lugar en el que no hacen falta las palabras, brilla delante de mis ojos, como un reguero continuo, el tacto de manos que traen un sueño.

Allí hacen una larga parada todos los trenes que no llevan a ninguna parte. Y se quedan puros, expectantes, esperando sobre la vía, sobrecogidos a la emoción, bailando al mismo son que la brisa que impulsa el trayecto.

Al otro lado del corazón, en donde podemos ser distintos sin temor a equivocarnos, en la esquina que guarece al mundo de los malos pensamientos, creo que he visto una luz alumbrando un hueco.

Parece un espacio pequeño, sin cocina, sin cama, sin salón. Sin vistas al día de mañana, pero amueblado con unas sonrisas como las que llevas embebidas en tu otro lado del corazón, en donde guardas tus secretos bajo la llave del soplo con que te ha besado abril, allá donde termina tu laberinto sin fin y empieza otro.

Al otro lado del corazón, creo que tal vez esa luz pueda protegernos del frío. Pero, sobre todo, creo que, si tú también la ves, es que no todo está perdido.

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