Ella llevaba un vestido muy ceñido de tarde solitaria. Le esperaba en un banco, sentada cerca del andén. Él calzaba coraza de letras y ligereza de pies.

Embarcaron entrando por la misma puerta y, por primera vez y no como siempre, se sentaron enfrente. Ella desplegó sus sonrisas de manzanilla y él descorrió la ventanilla de sus labios de té.

Ella parpadeó con las manos y él también, mientras con el humo del andén dibujaban rostros en la niebla. Mirando desde el tren, sucedió un viaje interior de paisajes del corazón y horizontes de la cabeza.

Llegados al término, que no al fin, se separaron al salir como si no se conocieran. Él se fue yendo despacio, cogido de las ganas de un abrazo. Ella, quizás, pensando en un adelanto fugaz de la primavera.

Dos en un extraño tren. En un tren extraño que los conduce a cualquier parte sin moverse de ningún lado. Y aunque la vida hiciera un extraño y les dejara perderse otra vez, ya no dejarán de extrañarse cuando pasen al lado del tren.