Tengo que empezar diciendo que no me gusta. No sólo es excesivamente joven, sino que, además, no tiene conversación.
Tampoco digo que sea fea, en absoluto. Pero no tiene una mirada atractiva, ni unos labios carnosos, ni una sonrisa limpia. Ni gorda ni flaca, con la cara de almendra y la piel demasiado seca y demasiado clara. Los pómulos aplastados, las orejas grandes y las cejas… Bueno, de las cejas no digo nada.
Apenas la conozco, nos hemos dirigido poco la palabra y por pura cortesía. Ya digo que no resulta fea, una cara normal y corriente, un cuerpo adecuado a su altura pero sin matices que la hagan diferente. Vamos, que no me gusta.
Lo único que sí me gusta es que tiene el pelo largo y sabe moverlo con naturalidad. Digo todo esto para poner en antecedentes de lo que voy a contar.
El caso es que ella estaba con su novio, que además de ser amigo mío es el hermano pequeño de un buen amigo, sentada en la terraza de un bar. Acerté a pasar con prisa y me hicieron una seña. Me senté con ellos un momento, mientras repasábamos de memoria el guion de estas conversaciones cortas que hay que improvisar cuando te encuentras con un amigo que ya está con otra compañía.
Preguntas genéricas, referencias a su hermano y a su familia, que cuando se van a casar y, así, un pequeño etcétera de cosas que no pasarán a los libros de la historia personal de nadie.
Ella, en una pausa incómoda de esas que a veces ocurren, se pasó la mano por el cuello en un gesto inadvertido. Pero se dio cuenta de que se le había desabrochado una cadenita de oro que llevaba con un colgante… bueno, no recuerdo si llevaba colgante.
Una vez comprobado que el cierre estaba bien, le dijo a mi amigo que le ayudase a ponérselo, justo en el momento en que alguien lo llamaba al móvil. Debía ser algo importante porque me hizo un gesto y «¡ah, claro!», pensé, «yo se lo pongo, sin problema».
Me levanté y me puse detrás de su silla. Ella, con naturalidad, inclinó torso y cabeza hacia delante y, con un gesto indescriptiblemente sensual, se apartó suavemente el cabello dejando su nuca al descubierto.
Ya he dicho que ella no me gusta, que no es mi tipo, que no me dice nada. Pero, en ese preciso instante, por ese preciso gesto, hubiera sido capaz de comérmela a besos.
Y hoy, cuando he vuelto a casa, se me ha ocurrido pensar en los detalles tan pequeños que hacen que las personas nos gusten, nos conmuevan o nos exciten. Yo sé algunos de lo que me gustan a mí, porque supongo que aún me quedan otros por descubrir, pero… ¿Haré yo algún gesto que despierte la sensualidad de alguien?
Deja una respuesta