Una colección de instantes

Preludio (Página 2 de 18)

Coincidencia

Andaba yo el martes, ocho de enero, por el estanque, revisando un post sobre Antonio Machado, magnífico poeta, decidiendo no alargar una cierta conversación sobre preferencias.

Sin saber bien por qué, decido cerrar la ventana y bajar al sótano para buscar un antiguo cuaderno de poesías entre las cajas olvidadas. Tras una larga búsqueda, aparece el cuaderno justo encima de la Segunda Antolojía Poética de Juan Ramón Jiménez.

Decido rescatarla inmediatamente del olvido, preguntándome cómo había podido condenar ese maravilloso libro a la nube de polvo de las cajas. Y, mira tú por dónde, justo debajo aparece otra antología; esta vez, de, precisamente, Antonio Machado.

«El destino no me asusta, puedo elegir», pienso para mis adentros y sólo rescato el libro de Juan Ramón, junto con mi vieja colección de letras antiguas. Y, antes de leer mi propia historia, escribo un post sobre los viajes de la memoria y el efecto hilo.

Pero antes de dormir, no puedo resistir y dejo que Juan Ramón se abra por cualquier página. Es un libro viejo de una edición barata y la encuadernación no ha resistido intacta el paso del tiempo. Así que se abre con facilidad por su imperfección más acusada, página ciento diecisiete, capítulo trece.

Veamos, ¿cómo se puede llamar ese capítulo para que capte toda mi atención inmediatamente? Pues sí, es posible que alguien haya acertado que el capítulo trece se llama LABERINTO.

Sin leerlo, hojeo el capítulo para ver si lo empiezo antes de dormir, pues ya ha pasado medianoche y a la mañana siguiente toca madrugar. Y, ahí, en mitad de una página, aparece…

En fin, señor Machado, que he decidido releer su libro. Tiene usted aliados muy persuasivos.

Por cierto, más tarde reviso la fecha de edición y observo con asombro que terminó de imprimirse, precisamente, un nueve de enero. Mensajes en el tiempo de quién sabe quién… para quien quiera entenderlos.

LABERINTO

A ANTONIO MACHADO

Amistad verdadera, claro espejo
en donde la ilusión se mira!
…Parecen esas nubes
más bellas, más tranquilas…
Antonio, siento en esta tarde ardiente
tu corazón entre la brisa…
La tarde huele a gloria;
Apolo inflama fraternales liras
en un ocaso musical de oro
como de mariposas encendidas…
liras sabias y puras,
de cuerdas de ascuas líquidas,
que guirnaldas de rosas inmortales
decorarán, un día.
Sí. ¡Amistad verdadera,
eres la fuente de la vida!
…la fuente que a los prados de la muerte
les lleva floras pensativas
en la serena soledad undosa
de sus corrientes amarillas…
Antonio, ¿sientes esta tarde ardiente
mi corazón entre la brisa?

Promesa

Me hubiese gustado prometerte un sinfín de besos y risas cada anochecer, en ese momento en el que los asuntos cotidianos se van disolviendo en la luz de las tardes lánguidas y empiezan a aparecer brillos en la cara oculta de la luna.

Y pactar contigo instantes escondidos entre los dedos de mis manos y los pliegues de tu piel, o excursiones sonrosadas por la cima de tus senos desde mis labios ansiosos o conciertos con música de suspiros enredándosenos en el pelo.

Pero, por más que quiero, no me atrevo a hacerte un juramento y poner en él todos los pensamientos que voy a dedicarte desde cada rincón de mi ser. Ni a convenir un trato sobre el paso de los segundos en los que quiero tenerte a mi lado, de tal modo que, al contarlos, nunca se llegue al total y siempre se quede todo en un suma y sigue.

Me gustaría asegurarte que no me obligo, si no que disfruto, descubriendo los detalles más ocultos de esas virtudes tuyas que sólo aparecen cuando se reflejan en mis defectos. Y aunque ahora no puedo darte mi palabra de que todas las palabras te nombran en mis labios aún sin pronunciarte, me gustaría, entretanto, al menos, ser capaz de sembrarte una duda razonable y captar tu atención sobre el asunto.

Pero es que, ahora, no debo prometerte nada. Son malos tiempos para empeñar la palabra y pueden quedarte dudas de si hablo por hablar o con el corazón en la mano. Porque ha empezado el tiempo de las pancartas y, desde los atriles de todas las siglas, se ha abierto la veda de las grandes promesas que no se cumplen nunca.

Perdóname si, ahora, —ni siquiera existe la palabra— sólo te hago «nopromesas» de todas las cosas que quisiera prometerte. Pero es que no quiero que me confundas ni con charlatanes, ni con videntes.

Sombra

Todavía no hay una sola hoja sobre la fila de álamos que anteceden al muro de bloques de hormigón. Pero el enjambre de finas ramas que los adorna como un pelo agreste y despeinado, proporciona el claroscuro justo para estos días extraños de sol rebelde y sombra de hielo.

Me refugio en ellos para respirar la paz nerviosa que transmite el juego de los niños. El ambiente se presenta plácido y se pueden entornar los ojos al relumbre del sol sobre la pared encalada que preside la escena. Que es la frontera de un paisaje de otro mundo, de los otros tantos mundos que transito de puntillas para no quedarme en ninguno.

Tanta es la tranquilidad, una calma bulliciosa de duendes que ríen a todo pulmón y saltan charcos imaginarios, que vienen a visitarme recuerdos dulces del pasado. Creo ver sombras conocidas entre las que dan las ramas de los árboles y me parece escuchar en el viento susurros diminutos que me traen, desde lejos, aquellas voces entrañables que traspasaban el patio.

De sobra sé que no están, lo tengo bien aprendido, pero el corazón puede más que los sentidos y un reflejo emboscado me devuelve, en un instante, la imagen de aquellas sillas que, a pesar de estar a un lado, eran el centro de un universo de media hora, más o menos. Yo sé que no están, ya sé que no están, pero no puedo evitar verlas vacías ni impedir que un soplo de melancolía me apague un poco el corazón.

Y no se me ocurre más alivio que desempolvar mi dedo gordo y arañar con él palabras de mala ortografía que se encaraman a la pantalla: «Aquí, en la sombra del árbol, veo vacía la silla que está al sol y te echo de menos. Te mando un beso de invierno desde el patio».

Al llegar a casa, mientras me quito los aperos del trabajo, sonrío al ver un nombre escrito en el plasma recién abierto como rutina diaria. Sí, como tú dices, quizás sombra sea la palabra.

Acabo de decidir irrevocablemente, si el azar me lo permite, que la próxima vez que me ocurra y mis ojos me jueguen una mala pasada, la transformaré en buena suerte y, por lo menos, te imaginaré sentada.

Cinco líneas

Atascado en cada primer renglón, enredado entre palabras que no quieren salir a flote y se quedan perdidas en el éter del pensamiento, pasan las horas como resbalándose poco a poco de las manecillas.

Te oigo llegar como si fueses un fantasma de los que pueblan mi cabeza, pero distingo tu tacto real de entre las brumas del cuarto. Pasas tu mano por mi pelo, con suavidad, despacio, revisando un camino que ya ha sido recorrido muchas veces.

He estado tentado de cerrar ventanas, con ese pudor estúpido que sabes que me invade cuando sé que no estoy haciendo nada de provecho, para que no se viera lo que estaba inventando. Pero nada había que ocultar, nada, y las he cerrado para evitar que vieras en ellas mi silencio pintado de blanco.

Ahora es cuando más envidio tus manos, porque con cuatro líneas me has escrito, sigues escribiendo cada día, historias profundas y sencillas que sólo se pueden traducir con palabras que no están en ningún diccionario. Con tan sólo cuatro líneas, la del corazón, la de la cabeza, la del destino y la de la vida, me has escrito poemas que trascienden al tiempo y vencen la melancolía del pasado.

Y envidiando tus manos miro las mías, para descubrir con asombro que yo tengo en ellas cinco líneas. Cuatro son las mismas con las que tu escribes, eso si, más torpes de ternura que las tuyas. Pero la quinta es un trazo fosforescente que aparece y desaparece sin ritmo ni concierto, con tramos superficiales e imperceptibles, con otras partes profundas y sensibles, y dejando en algunos trozos pequeñas marcas indelebles.

Me siento preocupado cuando, al mirar mis manos, me pregunto el porqué de este pentagrama o si es que soy un bicho raro. Pero quiero creer, es más que posible, que esa quinta raya extraña sea la línea de esta otra vida que se me escurre por las pantallas.

¿Soñarán los ordenadores con dedos electrónicos que les escriban versos, como yo estoy soñando en este instante, con los ojos abiertos, con tus manos escultoras de poesía?

Alf layla wa—layla

(para Sherezade)

De estos mil días, de sus mil noches, se podría extraer una vida inmensa escrita de izquierda a derecha como las páginas de un libro. En el que no haya un renglón que no esté vivo, ni una palabra estéril, ni un pensamiento perdido.

Te trajo pálida el azar, antes de que te diera tiempo a preguntar en dónde te habías metido. Tú te arrepentiste antes incluso de empezar, pero no tuve que esperar a que quisieras irte para saber de mi suerte al haberte conocido.

Me enredaste en aquellas historias al oído como sólo el mar puede derretirse en ruido dentro de una caracola. Me llevaste a tu lado, en tus alas de mariposa, por aires de letras que aún me mantienen vivo persiguiendo estrellas y atrapando sombras.

Mil noches llevas escribiéndome besos en los labios. Mil universos presos se me derraman tras tus pasos. Mil noches de azar y de suerte que, aunque son dos cosas bien diferentes, siempre vinieron juntas de tu mano.

Quiero invocar esta noche tu ayuda, tu consuelo en mi delirio, para que conmutes mi pena, para ignorar el maldito final de este libro y borrar los augurios del cielo que dicen que mañana será la última noche que nos vemos.

Para romper en tu nombre la frontera de las mil y una, y quemarla con este deseo infinito de que aún te quedes conmigo, por lo menos, otras mil noches y luna.

Parecidos imaginarios

Para cuando ella me lo dijo, yo ya había olvidado que escribimos de modo diferente.

No es tan extraño que me ocurran esos lapsus porque, cuando leo sus palabras que tanto me gustan, inconscientemente, yo también quisiera poner mi mano en su pluma y dejarme llevar en ella para contemplar el paisaje que descubre.

Pasó como un rayo el tiempo aquel en el que, por encima de cualquier cosa, yo quería distinto de los demás. Como también pasó, veloz y ligera, la época en la que ansiaba desesperadamente ser igual al resto de la gente.

Ahora, me da igual quién sea yo, de una manera o de otra, con tal de sentirme a gusto conmigo mismo. Por eso ya no me fijo en las diferencias, sino en los parecidos.

Y no nos diferencia lo que escribimos, ni en el fondo ni en la forma, ni en los hemisferios, ni en el sexo, ni siquiera en la escoba. Al menos, yo tengo la agradable sensación de que nos parecemos mucho más de lo que se ve a primera vista.

Pero tengo el presentimiento, por la mágica inexactitud de lo escrito, que en lo que más nos parecemos es en lo que no escribimos. Y es un instante maravilloso sentir que uno se parece a otra; especialmente, si esa otra, es una gran poeta.

Contabilidad

Guardo con mimo entre las páginas de mi retina el registro continuo de tus visitas. A veces las abono en la columna del sueño y a veces en la de la vida; y otras veces, por más que intento ponerlas, no encuentro la columna precisa.

Hago agujeros en las paredes, marcando el destino de las miradas perdidas escondidas en tus ojos verdes. Y de las que no se perdieron también tengo un modesto inventario que grabo en las lentes de las gafas que tengo para mirar de lejos a los ausentes.

Reviso, a oscuras, la piel de mis arrugas, contando el calor que dejaron en ellas tus manos. Hago muescas en las puertas de los armarios para practicar, a pulmón libre, inmersiones hasta la altura de tus labios invisibles. Transcribo, desde el pergamino interminable de las horas muertas, las ondas del aire con que tu voz me refresca.

Quiero tener al día los cálculos, ordenar bien los justificantes. Disponer con esmero el detalle completo de tus abrazos. Cuadrar minuciosamente los balances, arquear la caja de la memoria y corregir sus infidelidades más maliciosas. Y te pido que tú hagas lo mismo.

Te pido que hagas lo mismo, no como un favor absurdo, sino para estar prevenidos. Piensa por un momento y verás que no es tan extraño el asunto. Porque pudiera ser alguna vez que, eso que nosotros no llamamos amor, quisiera hacernos una inspección rutinaria.

Entonces será sencillo mirarnos a la cara y demostrar que, tú y yo, siempre le tuvimos las cuentas claras.

Gruñón

Pitufo Gruñón —que nunca estuvo muy contento con que le llamasen así, como su propio nombre indica— siempre quiso ser cocinero. Pero nunca se le dio bien congeniar nada, menos aún los sabores en la comida, y no tuvo más remedio que cambiar de vocación acuciado por una úlcera lacerante que agravó su mal carácter.

Decidió intentar un cierto flirteo con la filosofía. No le iba mal del todo porque discutir era lo suyo, hasta que se topó con Kant. Primero lo abordó con una edición traducida al idioma pitufo que, como todo el mundo puede imaginar, era incomestible hasta para las cabras. Probó a leerlo en alemán, pero se le agotó la saliva al conseguir descifrar el título y su poco aguante para la crítica (de la razón pura) hizo el resto. Nunca sabremos qué habría pasado si hubiese continuado hasta Hegel o le hubiera dado por leer a Nietzsche…

Bastante desmotivado, tuvo la suerte de encontrar en Pitufina un apoyo para sus pesares. Ella fue la que le aconsejó dedicarse a algo de provecho y se hizo constructor de setas de protección oficial. Y le quedaron unas setas muy monas con ático y en primera línea de playa. Pero cuando los compradores, al verla, le señalaban algún defecto de fabricación, él se enfadaba y los tiraba por la ventana. Y claro, entre juicios e inversiones, no vendió ni una escoba y el Bankpitufen se acabó quedando con su negocio.

Pero, ya se sabe, la suerte cambia de lado cuando menos te lo esperas y, ahora, Gruñón está encantado con su nuevo trabajo en un pitufigrama de televisión. Ha creado estilo, se siente como en su salsa dando voces y poniendo verde a todo el mundo, con un éxito espectacular.

Arrasa en las audiencias, puede decir lo que quiera sin que le demanden y nadie le pide nunca que demuestre nada de lo que se inventa. Sí, por fin ha encontrado su rincón en el mundo, contando chismes de Papá Pitufo, sacando del armario a Fortachón y llevando la cuenta de los novios de Pitufina y de lo que le dura cada uno. Es un gran pituriodista del corazón.

¡Qué vueltas da la vida! Cincuenta años después —nadie podía haberlo imaginado—, es él quien persigue a Gárgamel con un micrófono en la mano. ¡Vivir para pitufiver!

Pero, eso sí, desde que se extinguieron los corderos en la pitufiselva del corazón y sólo quedan lobos, no seré yo quien critique su negocio. Porque el treinta por ciento de la audiencia no puede estar equivocada. Ni mil millones de moscas, tampoco.

Entrada secreta

No veo esta noche la luna desde mi observatorio del patio, quizá porque esté brillando para otros en alguna parte del mundo que yo no veo. No se ven tampoco las estrellas, que ahora se adivinan lánguidas, como entristecidas de brillo, sin más misión que trasmitir sombras antiguas de mundo lejanos.

El aire está quieto, indolente, desganado. El ruido se acolcha sobre el horizonte y deja un silencio expectante que apenas puede percibirse entre los latidos de mi corazón y la canción de mis pulmones cuando se vacían y se rellenan.

En el suelo no bailan las hojas secas caídas del seto ni revolotean insectos. Tan sólo, de vez en cuando, me parece ver translúcidas las alas febriles de un murciélago, que bien podría ser espejismo de gorrión apresurado.

Te estaba esperando aquí, ya sabes, en la entrada secreta que tú y yo tenemos al laberinto del deseo. Pero esta noche, sin ruido y sin brisa, subo más deprisa que de costumbre los escalones del incendio que arde a fuego lento y me dilata las pupilas.

Para ver mejor en la oscuridad cómo se abren tus pétalos esperando rocío que inunde tus poros mientras sé que tus ojos, aunque no pueda verlos, perfuman la lista infinita de caricias que llevo adherida en la piel.

No hace falta la luna para hacer una noche. Ni ruido de quietud, ni brisa dulce que rebote sobre el paisaje, ni que el jazmín encienda su fragancia somnolienta sobre la oscuridad adormecida que busca ojos en los que refugiarse.

Tú y yo nunca bailamos al mismo ritmo que los planetas, nunca fuimos marionetas de sol ni títeres de luna. Nos basta empezar con un beso de esos que cierran los ojos y paran el tiempo y abren el concierto de un silencio que revuelve por dentro las hojas del aire que respiramos. Y desatan el jazmín de tu aroma y el revuelo inquieto de tus pechos y las alas febriles de tus manos cruzando a palmos mi desierto en busca de sombra.

Entonces las mías se enredan en la brisa de tu pelo y escribo con fuego, en tu pergamino de valles profundos, versos intensos derramados de tinta. Y confieso que me fascina esa dulce manía tuya de hacer que me ocurran noches desnudas a plena luz del día.

Será por eso que, esta noche, no consigo ver la luna.

Y, sin embargo…

Cuando dices que me quieres, yo no sé si te he entendido. Y no sé si me entiendes cuando te digo que vivimos atrapados en palabras, embebidos en la mágica inexactitud de lo dicho.

Cuando dices que me quieres, no adivino a descifrar si es el deseo lo que te mueve. O es quizá, tan solo, que me deseas buena suerte con un lenguaje fraternal.

Si esperas que yo también te quiera y tú haces la primera entrega esperando devolución. Si el que habla es tu corazón y con él viene también la cabeza o es que perdiste la razón en un ataque de primavera.

Y no sé si lo que me ofreces es una forma de adopción que me ocupará la vida entera. O si vas a quererme siempre o sólo hasta que me muera o tu amor es un amor corriente que se desviará hacia otra gente cuando yo ya no te quiera.

Si me quieres porque no me tienes y cuando me tengas dejarás de quererme. Si me quieres como costumbre o para entretener las horas muertas. O para que te abra las puertas y te invite a tomar café o te regale bombones programados y flores de papel.

No soy capaz de entender si, cuando dices que me quieres, me quieres llevar adherido o si quieres decir que me adquieres. Para que no pueda mirar falda que no sea la tuya ni alumbrarme en la luna de otros ojos ni sentir el tacto de otra piel. Si piensas que el amor sólo se entrega o si tú me lo entregas a cambio de serte fiel. O si crees que, que yo te quiera, acaso depende de que tú lo seas.

Porque yo no sé si el amor es una retahíla de hechizos encadenados y despiertas del anterior para caer en el siguiente conforme vas probando los labios consecutivos de princesas adyacentes. O es una etapa transitoria de infelicidad manifiesta o, por el contrario, es la suerte inmensa de no saber darse cuenta de lo que pasa.

Todas estas dudas son la prueba exacta de la existencia del sentimiento. Por eso quiero que sepas que no te miento. Y yo sé que no me mientes. Es sólo que no estoy seguro de si usamos la misma palabra para decir cosas diferentes.

Porque, cuando dices que me quieres y yo te respondo lo mismo… ¡ay, es que no sé si tú te entiendes! Y yo no sé si me he entendido.

Y, sin embargo…

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