Instanteca

Una colección de instantes

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Gripe

¿Qué tienes que todo se tambalea? Se mueve la tierra cuando estornudas y el frío arremete su punta cuando te sube la fiebre.

La luz se vuelve intermitente cuando pestañean tus ojos brillantes y el hilo de voz, que apenas te sale del cuerpo, desmadeja la tarde en una rueca que gira a tu alrededor.

¿Qué tienes? Qué tienes que inundan escalofríos tus pasos hacia la lumbre, que palidece la noche en tu rostro, que tose el mundo en tu garganta y después se agita en un vaso.

—Creo que he pillado la gripe. Me duele todo el cuerpo —me dices moqueando, con los ojos vidriosos, con cara de susto y arrugando los hombros tres veces por minuto.

Ya se ve desde lejos, ya se te ve desde lejos la sombra de la gripe y su mala catadura. Pero no es eso.

No, no es eso lo que te pregunto. ¿Qué tienes que tu estornudo me duele a mí en el pecho, que tu temblor se agolpa en mis manos, que tu malestar me contiene la respiración en un silencio?

Debe ser que tú me quieres… o que yo te quiero… O que me la estás contagiando. Vírica complicidad.

Retrato

Es tarde… Voy de prisa por la vida. Y mi risa es alegre, aunque no niego que llevo prisa.

(Retrato, Manuel Machado)

Prefiero ir despacio que andar con prisa. Pasitos cortos, con todo a cuestas, como tortuga de tierra. Tiene que darme tiempo a ver cómo se extingue la hoguera en la que quemo mis naves.

Me gusta disfrutar del camino, todo recto, a donde me lleve. De vez en cuando una curva, según el viento. Pero eso sí, muy despacio, para que me dé tiempo a saber en dónde y con quién estoy pisando.

Pienso mucho cada paso, me cuesta levantar el pie y no perder el equilibrio si no hay alguien a mi lado. Nunca traspaso umbrales a los que antes no me hayan invitado. Y sólo entro a lugares en los que pueda quedarme de algún modo, porque, para dar pasos prestados, prefiero tropezar en la calle yo solo.

El final es el mismo, la meta ya está programada desde la partida. ¡Qué más da el trayecto que se siga, si siempre se acaba perdido!

No importa el tiempo que tardo en el camino, no me duelen las cosas que se supone que pierdo por no correr más… Voy despacio por la vida. Y mi risa es alegre, aunque no niego que, algunas veces, para no perderte, he deseado saber volar.

Intimábamos

Conversábamos tranquilamente. De cosas intrascendentes, por supuesto. Pero las cosas mínimas y accesorias llevan adheridos espejitos brillantes en los que se reflejan las otras cosas, las importantes.

Fluyeron las palabras, escritas en este caso, aunque bien podrían haber sido pronunciadas en voz alta en mitad de una plaza. Digo esto, para introducir un vago concepto, necesario a pesar de su imprecisa definición, que no siempre es bien entendido.

Intimábamos. Hablábamos de cosas propias, de esas que no se comparten fácilmente. Esos asuntos que sólo pueden verse desde dentro de la piel cuando se mira más al fondo y no hacia afuera.

Temas que, al instante de doler, se vuelven espuma cuando uno reposa el gas que hizo que burbujearan con un suspiro. Como si intentáramos explicarnos sin saber bien qué estamos contando ni de quién.

Y en ese punto fue donde alcancé a verlo claro. Me di cuenta de repente, como si un fotograma se detuviera un momento en mitad de la película, que luego sigue, ajena al fenómeno percibido, contando la misma historia que se traía entre manos.

Hay más de uno mismo en lo que se escucha que en lo que se dice. Porque nos inventamos y nos cubrimos con una coraza que sólo se ve cuando choca suavemente con la que los demás llevan puesta, sin rebotar, traspasando y dejándose traspasar.

Tranquilamente, la conversación continuó, aunque dejamos de intimar. Nos asustó vernos tan por dentro, tan frágiles, tan parecidos, tan expuestos.

Bienaventurado miércoles

A veces ocurre que, justo al pasar por debajo la escalera, uno se asusta al cruzarse con un gato negro. Te das cuenta entonces de que, además, precisamente, hoy es martes y trece. Y llueve a cántaros.

Vuelves a casa más empapado y menos contento que siempre. El paraguas gotea y mientras buscas dónde ponerlo, le das sin querer al botón y se te abre dentro de la habitación, empujando también el salero que derrama sal por todo el suelo de la cocina. Pero en la prisa de recogerlo todo, se quedan abiertas las tijeras en la encimera.

Vas al dormitorio a cambiarte y a dejar los enseres, pero rozas con el hombro un cuadro que se queda descolocado. Vuelves sobre tus pasos, para hacer el esfuerzo de rectificar lo que se descompuso, pero al girar el cuello, ¡ay, que torpe!, cae tu sombrero sobre la cama. Enojado, lo tiras con rabia sobre el armario, con tan mala punteria, que cae sobre la cómoda rompiendo en pedazos el espejo que hay encima.

Te acuestas temprano para que acabe el día, temiendo que te acechen pesadillas, lamentando la mala suerte que se te viene agolpando desde que te levantaste.

Eso puede que pase, a veces. Cada uno de esos presagios o incluso todos juntos. Y tal vez sea cierto que provocan mala suerte. Es posible, sí. Aunque yo diría que no, porque no soy nada supersticioso, pero… por si acaso… estoy tocando madera mientras escribo.

Lo que tengo por definitivo, lo que sí sé que ocurre siempre, es que hay un miércoles catorce después de cada martes y trece.

Bienaventurados todos los miércoles que vienen de tu mano, especialmente si llevan el número catorce, porque de ellos en adelante sólo cabe ir mejorando.

Laguna

Por más que rebusco, no lo consigo. Hay lagunas de la memoria que no tienen fondo. Sólo alcanzo a verme de niño, muy lejano, casi irreconocible. Pero un hueco negro se queda en el centro, impenetrable y espeso, que no me deja ver.

Intento encontrar un resquicio, me esfuerzo, porque sé que las cosas tienen principio; pero no encuentro el punto exacto. Y antes de ese punto, nada, sólo vacío.

Ya no me acuerdo del tiempo aquel en el que no escribía. Las letras me han borrado años de vida y los han tapado con sombras, con luces, con fantasía. Las letras son el Grial equivocado, porque bebiendo de su agua se van los años borrados, sí, pero sin hacernos más jóvenes.

No es que me duela, no. No es que eche de menos los instantes aquellos, ni aquella vida. No se puede olvidar lo que no se recuerda. Pero es que me noto un poco menos yo mismo cuando siento que tengo la memoria perdida.

Entonces pienso en ti y tampoco distingo. No es lo cotidiano, que no recuerde las fechas, que comprima los años en segundos o que me salte sucesos a fuerza de no quererlos recordar.

Es que tengo la sensación imaginaria de que no hubo ningún antes, que nos conocemos desde siempre, desde antes incluso, desde otro mundo, desde otra vida. Ya no recuerdo el tiempo aquel en el que no te conocía. Espero que tú tampoco.

Aunque, sinceramente, esta laguna, no entiendo bien lo que significa..

Afónico

Rodeé mi garganta con la mano mientras le hacía gestos con la otra. Tardó un poco en percatarse de mi llamada, y un momento más en entenderme.

No pronuncié palabra, sólo moví los labios con un «ven» mudo que recorrió la distancia que nos separaba a la velocidad de la luz. Asintió con la cabeza y encogiéndose por los hombros, comenzó a acercarse con pasitos cortos, como los tictac de un reloj.

Al llegar a mi altura puso un mohín compasivo y me dijo:

—¿Estás afónico?… ¡Si es que con estos fríos…!

Me encogí un poco e hice un ademán de palabra que no quiso salir.

—¡Vaya! ¿Te duele la garganta?

Acerqué mi boca a su oído, casi rozándonos la cara, y apoye la mano en su hombro al decirle, muy bajito, ignorando un poco su pregunta para, de ese modo, no tenerle que mentir demasiado:

—Ya estoy mucho mejor…

La conversación se esforzó en continuar, tejiendo el hilo de una voz en el nudo de la otra, pero, un poco más allá de lo que las manecillas estaban dispuestas a permitir, cesó con un silencio de corchea y una despedida manual.

Sonreí en ese silencio mi propia travesura infantil. Porque ya estoy mucho mejor, sí, completamente sano. Pero tanto me gusta que te acerques, que cuando vuelvas voy a seguir fingiendo un poquito más, aunque sólo sean unos minutos.

Porque me encanta hablarte al oído… Y para que no descubras el truco.

Mamut

Estalla la luna esta noche por entre las nubes, solitaria, con la cara blanquísima, congelado el rostro.

Araña el frío la piel desenvuelta de las cosas y todos los tactos son distantes, hirientes. Escuecen aún más con el frío todas las huellas abiertas de otras manos calientes y lejanas en la memoria.

No parecer haber hora en la que este viento del norte no soliviante los pies, que se arrastran encogidos en los zapatos cuando buscan sin gana un sitio al que volver.

Todo es frío. Miran mis ojos fríos, hablan mis labios fríos, tocan mis manos frías y fríos escuchan mis oídos. Un mimetismo de invierno me blanquea los cabellos y me incrusta en el hueco de un frío que lo es todo.

Me dejo temblar, me dejo acurrucar en el hielo. Atrapado en la fría realidad, como un mamut resignado que ya sólo espera que el final sea un principio de museos.

Ni de perros ni de abandonos

La perrita se llamaba… Bueno, no me acuerdo. Es lo que tiene eso de que la televisión encendida haga de decorado, que el oído se habitúa al runrún de los anuncios y se nubla la memoria con los nombres ajenos.

El caso es que Lulú, convengamos en llamarla así, se portaba muy mal con sus dueños. Ladraba, mordía, arañaba las puertas… y había aprendido a abrir la nevera y a saquearla.

Ellos cuentan angustiados a la cámara todos sus problemas y su necesidad de hacer algo al respecto. La voz en off, imprescindible heredera del narrador de los cuentos de toda la vida, añade el dato escalofriante de que, Lulú, ya ha sido abandonada dos veces por dueños anteriores y que todo parece indicar que actúa así porque teme un nuevo abandono.

Y sin más introducción, lanza la pregunta que se me queda en los oídos clavada: «¿Le causará ese comportamiento descontrolado un nuevo abandono?».

No voy a hablar de perros, ni de hombres. Ni siquiera tengo pensado hablar de abandonos. Sólo pretendo dejar constancia de lo triste, de lo devastador que es el argumento que subyace en ese titular, cuidadosamente preparado para tocar la fibra sensible que hace que suba la audiencia.

Sería terrible, grotesco casi, que, aquello que hacemos para alejar las pesadillas, fuese, precisamente, lo que las alimenta. Que intentar evitar la soledad, la tristeza o la depresión, las atrajese con más fuerza.

Sería un verdadero horror que la llave que abre la puerta de todos los males fuese, precisamente, querer evitarlos. O que fuésemos motor y causa de nuestros sufrimientos.

Me quedé intrigado, deseando ver el desenlace de la historia, temiendo lo peor. Y tras el consabido y necesario paréntesis publicitario, unas cuantas indicaciones del instructor condujeron a un final sonriente y esperanzador, casi feliz.

Sí, es cierto. A veces generamos nuestras propias tinieblas. Pero la luz que crea las sombras, es también capaz de ahuyentarlas. Sería conveniente que alguien nos explicara cómo.

Espirales

Te rodeo primero, acercándome cada vez más, en una trayectoria espiral que curva el tiempo desde el principio, eludiendo la distancia más corta, gravitando como una luna.

Recorren mis manos tu cintura componiendo una hélice abierta en la piel. Un trayecto que se cierra sobre tu pecho, en círculos abiertos cada vez más pequeños, buscando un centro al que caer.

Sigo enredando espirales en tus senos, caricias con un dedo, que pululan alrededor, en busca del vértice. Confluyendo al final con sus sentidos contrarios en el gesto húmedo de una lengua que talla arabescos en tu voz.

Amplío mi ascenso por el cuello, enroscándome en él hasta dibujar espirales en las mejillas. Mis dedos se ensortijan con tu pelo, se riza mi respiración entrecortada y gira la estancia en secreto cuando suceden tus labios sobre los míos, retorciendo el mundo en un beso.

Volutas de fuego me ofrecen tus ojos entornados y la caracola de tu voz me gime como un mar al recostarse en mi oído. Espirales mis manos en tus caderas, espirales tus caderas en mi vientre, espirales de seda elocuente que agitan deseo y arrastran delirio.

En el último instante, cuando todas las espirales alcanzan su punto definitivo y parece haberse tocado a borbotones el extremo de la existencia, las ondas continúan su marcha envolvente y son las palabras siguientes las que me mantienen enroscado en tu cuerpo.

Incluso luego, cuando tú ya no estés y ande yo sumergido en esta clase de suspiros que provienen de mirar aquella hélice fijamente y creer que aún sigue en movimiento, sé que tres espirales me quedarán latentes. La de tu perfume, la de tu ausencia y la de tu recuerdo.

Cómplices

Cuando digo que miro, y aún antes de mirar, tú ya sabes a dónde. Cuando hablo, antes de decir siquiera la primera palabra, tú ya sabes qué sonidos expulsaré por la boca.

Me llevas implícito y no hay camino que siga que no puedas seguir conmigo. No hay complicación, ni aún la más recóndita, que no te ataña. No hay confidencia que desvele, por imprudente, que tú no tuvieras ya prevista.

Secuaces de una sola vida disfrazada del color de vidas distintas, somos criaturas imbricadas en la misma línea de esa mano que nos escribe juntas todas las palabras prohibidas. Cómplices que se salpican espuma de sueños de un mar de fondo que nos arrastra con su marea inconstante hacia una misma orilla.

Nadie duda que puede quererse sin entender, salta a la vista. Pero nadie termina de ser consciente de que es imposible entenderse sin querer, sin quererse, sin dejarse querer, sin implicarse hasta que duele.

Sé que me entiendes perfectamente y que estarás descifrando metáforas en este mensaje que anuncia que tiene que llegar el momento en que se acaben los sobrentendidos, para que tú puedas, por fin, entender lo que yo no me explico.

Aunque, a la vez cómplices y confidentes, ya sabemos muy bien lo que vamos a decirnos.

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