Instanteca

Una colección de instantes

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Retorno

¡He estado tan cerca y tan lejos! Caía el sol hecho añicos sobre la pradera de un mar amansado. La curva del horizonte se ceñía a mi alrededor como cuando tus brazos aquellos me recibieron.

Casi podía notar tu pelo flotando en la plaza. He vuelto a ver, bajo los árboles adornados, el frío expectante y frágil de la tarde que aclaraba mis manos hacia tu talle frágil y expectante.

Se nos ha hecho de noche también mientras buscaba tus pasos en la memoria. He recorrido el cruce, el bulevar, la mesa… ¡He estado tan cerca!

Yo llevaba aún frescas las marcas de tu mirada en mi rostro. Tus dedos hilvanados en los míos y tu voz despierta sobre mis hombros.

He vuelto al mismo sitio, al mismo instante de aquella vez. ¡Te he sentido tan ausente —y por eso tan cierta— un año después! ¡Qué lástima que ya no estuvieras!

Belén

Cuando abrió la puerta, nada extraño sucedió. Como si todos le estuviesen esperando, como si no hubiese faltado de allí nunca.

¿Le miraron? Creo que no, que no hizo falta. El decorado en el que nos transcurre la vida no se reconoce por la descripción minuciosa de lo acontecido. No hacemos balance de lo cotidiano ni de lo implícito…

Más bien, los detalles se nos escapan escondidos en la percepción continua de un todo. Un vistazo, un suspiro, una vacilación… y comprobamos que no falta nada, que todo está en su sitio.

Del letargo al que estamos sometidos sólo nos saca la curiosidad, la fatalidad o ese desasosiego interior que sucede cuando notamos algo raro alrededor, que alguien no es como era siempre, que hay un hueco diferente en donde no tenia que haberlo.

Cuando abrió la puerta, nada distinto sucedió. No crujió el universo, no estallaron los cristales de la ventana, no se movió el suelo bajo sus pies.

«¡Hola! ¿Ya estás aquí?», le susurró ella, arqueando las cejas por encima de la mirada perdida.

La temperatura de la estancia se mantuvo estática tras el beso posterior de escayola adormecida. Entonces, nada más, ocupó de nuevo su lugar en la estampa.

Manos de niño encendieron el cielo con luces de colores. Brilló el árbol de plástico y empezó a correr el agua.

Nada extraño sucedió. Todo estaba en su sitio. Pero cuando el niño acercó sus ojos marrones al belén, creyó ver que al San José, borracho, se le escapaba una lágrima.

Treinta y ocho años después, el niño todavía se acuerda.

Doce

Empecé con una promesa, como empieza siempre todo. Y, aunque odio ponerme romántico, ese estado no es nada comparado con el que me produce tu nombre. Por eso te guardo cuidadosamente mientras me lo voy pensando.

No quise nunca despertar niños. Sólo explicar que cuando digo ahora no soy poeta, sino explorador. Que llevo una cartografía adherida en los dedos desde que pude verte con mis ojos.

Este es mi dos mil ocho, en doce textos y en cuatro palabras.

* * * * *

Para todos y para todas, deseo que venga un año lleno de buenos ratos. Y que los malos, que tienen que venir porque son la otra cara de la misma moneda, sean fáciles de olvidar. Besos y abrazos.

Nueva carpeta

Reflexiona o, por lo menos, lo intenta. Aunque no es sencillo hacerlo con ese temblor de manos. El vacío en el estómago le atonta y no le deja pensar con claridad.

Es frío lo que nota. El día ha amanecido gris plata, triste, anodino. Se quita el pijama y se viste con dos mangas. Enciende la chimenea y se queda cerca, enfrente, mirando el baile de las llamas. Le arde la cara, pero el frío no se va.

La luz le hiere los ojos y le cuesta mantenerlos abiertos a otra ventana que no sea la de las pantallas. La espalda le avisa de futuros dolores, el cuello se resiente, el cuerpo entero se convierte en malestar.

Lleva unos días intentando resistirse, pero la adicción pasa factura. Es débil, indeciso, pusilánime. El hueco del pecho, los mosquitos en los ojos, la inquietud en las manos, la mirada perdida, el frío de no saber…

Por fin decide. Decide o es decidido, nunca se sabrá bien. Se pone delante de la pantalla azul y pincha en el escritorio con el botón derecho. Es un gesto casi imperceptible para la vista, pero que desencadena avatares magnéticos en un lugar invisible.

Sale el dibujo amarillento, rotulado por debajo, pomposamente resaltado con el nombre genérico de «Nueva carpeta». Renombra, tecleando frenético, y la llama «dos mil nueve». La abre y vacila un instante. Pero ya no hay vuelta atrás y, otra vez, se mete dentro.

Se ha ido el temblor de las manos y el malestar se transforma en anestesia. El cuello da tregua y desde la espalda nota cómo le invade un calorcillo agradable.

El mal se ha ido, pero no la mala conciencia. Y aunque ahora todos sabrán que está enganchado, ya no le queda más remedio que escribir algo que se pueda postear.

El efecto parqué

De poco sirve saber enderezar los renglones cuando la sierra de calar se rebela. Cuando duelen las rodillas de tanto estar en la misma posición, es inútil la sutil maniobra de la imaginación que conduce a un teorema cuántico. Y apenas es posible acertar en la marca con el lápiz cuando la cintura anuncia que mañana dará un día de tormento.

Cuatro manos no son suficientes para detener el avance de las manecillas por el parqué, ni seis ojos insistentes tampoco pueden evitar que la humedad redoble sus bordes agresivos.

Un grito no evita una decepción, un martillazo no basta para el éxito y no hay botón que sirva para reiniciar la tarde y aprovecharla más. No hay que dejar que se interponga entre nosotros y la alegría, una puerta que roza o una hecatombe en las guías del cajón.

Siempre es tiempo de darse cuenta de que todo lo que sabemos nunca es suficiente. De que, precisamente entonces, es cuando más se necesita saber lo que se ignora. Y que, después de sabido —extraña consecuencia del aprendizaje—, seguramente ya no nos hará tanta falta como ahora.

Lo que sí que necesitamos siempre saber —y hay que ponerlo en práctica— es, que una palabra amable endereza cualquier lámina, que una mirada complaciente tapa todos los huecos y que una mano prestada alivia la espalda en la que se posa.

(¡Ah! Y, sobre todo, que si en una habitación (aunque sea rosa), tienes pensado ponerle parqué al suelo.. ¡Ni se te ocurra llenarla de muebles primero!)

Kamikaze

No me caben dentro todas las historias que deseo contar, no caben. Necesito expulsarlas, ir dejando hueco, abrir espacio para intentar las siguientes.

Me he cambiado la piel por otra distinta, pero por dentro soy yo. Las únicas víctimas que puede dejar el reloj son el calendario y las doce uvas. Pero nosotros no. Porque nosotros no somos víctimas, sino el viento divino(*) con el que sopla la vida.

No cabe en ningún renglón toda la energía que me queda. Ni las lágrimas pendientes, ni los instantes que tengo agolpados en el futuro, ni el aire que necesito para pronunciar las próximas palabras.

La seguridad con la que piso esta cuerda floja no es más que el efecto diferido de mi propia confusión. Déjame que vaya, y vuelva, y gire otra vez, y dé volteretas. Aunque parezca que siempre ando en línea recta, no creas que por eso ando menos perdido.

Todavía no ha surgido la palabra precisa que quiero decir, ni la nota exacta que harán vibrar mis manos en la cuerda, ni el color definitivo con el que me pintará la vida en el próximo paso.

Por eso quiero, necesito, seguir aquí, que sigas conmigo. Equivocado o no. Eso, eso ya da lo mismo.

Cita

Esta es la historia real de una cita. He decidido contarla con pelos y señales aunque, por aquello de no poner en evidencia la sensibilidad de terceros, ocultaré los nombres reales detrás de otros imaginarios.

He decidido contarla después de mucho pensar en los secretos. En que tarde o temprano dejan de serlo. Y en que hay asuntos, sobre todo esos que llevamos tan adentro, que si no superan la prueba de la luz, es preferible no tenerlos, no haberlos tenido, no protegerlos.

Esta es una corta historia de intriga, el relato breve de un encuentro. Tiene todos los ingredientes, excepto la extensión, de una buena novela negra: un poquito de acción, la sal que da el misterio y la sutileza de un humor absurdo y rebuscado.

Como todas las historias, empieza mucho antes del principio, cuando el azar, en un soplo arbitrario, gira una veleta y guía unos pasos hacia un lugar en el que nunca antes estuvieron.

El protagonista suele ser criatura solitaria, con una cierta acritud de carácter producida por una mezcla alícuota de alcohol y melancolía. Patética figura que navega sin un rumbo claro sobre las oscuras aguas de este mar invisible que crece a la luz de la luna.

Mueve el azar de nuevo sus fichas, como en una interminable partida de ajedrez, dejando una abertura indolente más allá del gambito de dama. Y el hombre se cuela, sin saber muy bien ni cómo ni por qué, empujado por un motor de búsqueda omnipresente, invasivo y delator de secretos ajenos.

Avanzan, azar y hombre, curiosos los dos, en pos de la misma flecha, perdidos en los más recónditos vericuetos de la tela de araña, hacia la dirección escrita en una carta anónima y misteriosa.

Él, no espera encontrar nada. Y cabe suponer, que ella tampoco esperaba ser encontrada, olvidando que un encuentro es, precisamente, la razón y la esencia de toda espera.

Y allí sucedió todo. Ella estaba discretamente a la vista, camuflada entre palabras y protegida entre comillas. Inmersa en el flujo de electrones, oculta pero atenta. Escondida, pero precedida y anunciada por una frase discreta, en la que se podía leer: «como dice mi amigo instanteca…»

Allí estaba la cita. Textual, sí, pero cita. Virtual, sí, pero encuentro. Palabras que producen en la fragilidad del hombre, por un resquicio orientado hacia la literatura, el profundo consuelo de ser entendido, de haber conseguido el empleo que anunciaba su currículum de sueños. Y no hay más que contar.

Puede parecer que adolece este final de ese punto tragi-romántico que hace perdurar las historias y las ensalza en el corazón de las personas. Pero debo añadir, porque no me gustan los finales felices, que ya no sigue allí la cita. Tal vez, harta de no ser encontrada y perdida en lo más duro de un disco. O tal vez, exiliada del pasado, intentando, quién sabe, no ser reconocida.

Juro que he dicho la verdad, a Google pongo por testigo, que esta historia es cierta y que no tiene más moraleja que mostrar lo caprichoso que es el azar y la poca intimidad que, algunas veces para bien, ofrecen las teclas. Que sólo pretendía contar la historia real de una cita. Y, además, por supuesto, agradecerla.

Cerrar paréntesis

Para una criatura nocturna, madrugar siempre es un mal comienzo. El aire vuelve a sentirse en los pulmones, la luz atraviesa los sueños hasta llegar a los párpados y, lentamente, el cuerpo se hace consciente y se enfrenta de nuevo al efecto de la gravedad.

Y luego, el agua caliente termina de descorrer el velo de este paréntesis, dejando que escurran, en el azar de las últimas gotas, las huellas viscosas que quedan de sueño. Cerrando el día de ayer con la humedad de la piel envuelta en la toalla.

Aromas a nuevo día, a rutinas que vuelven, llamadas al orden para no olvidarse los aperos. El peso del reloj que no alivia la carga ni aligera los pies, ni protege del frío que penetra en los huesos cuando se cierra la puerta de casa y se dejan dentro, congeladas, las partes de vida que no se pueden llevar en los bolsillo.

Es este maldito primer paso el que se me resiste. Luego sé que la cosa no será tan grave, que todo es vida. Llevo un rato dando vueltas para no terminar este texto, como si así pudiera alargar el momento y quedarme en la víspera.

No es sano pensar para compensar, ni para dispensar la energía que nos queda en las dosis convenientes. Hay que ponerla toda. Y a mí me toca ahora, aunque sin gana, cerrar paréntesis.

Contraluz

Será que todo está como estaba. Los trastos del escritorio siguen en el mismo sitio, adquiriendo polvo al bajo costo de una inmovilidad indiferente, como la de todas las cosas no que tienen más objetivo que existir un instante.

La montaña sigue al fondo, parda y verde, borrosa por la miopía y por lo gris del cielo que la envuelve. Los sonidos tienen un timbre idéntico al de los que aparecen siempre a esta hora de la tarde cansina, limítrofe, impalpable.

El fuego baila en el mismo sitio, mis pies pisan las mismas baldosas tantas veces caminadas, mientras mi espíritu se aventura a mirar y no tocar ese otro mundo cercano que me pasa otra vez de puntillas por la imaginación.

Sólo la luz, que anochece los pensamientos, deriva este cuadro estático hacia la negritud, hacia ese lugar en que se extinguen las cosas que no tienen sentido, que no tienen recorrido, que no tienen finalidad. Sólo la luz me avisa de lo quieto que estoy y de esta impaciente necesidad de andar.

Será que todo está como estaba y que tú no estabas en el todo sino en la parte, será que tengo miedo de preguntarte por dónde andas, dónde estoy y por qué, en lugar de quedarte, has preferido dejármelo todo como estaba.

Mujer con abrigo

El humo estático de una chimenea se deshilacha en algodón sobre la montaña.

Las motas blancas atraviesan un cielo gris que se deshace en frío. En un frío silencioso que interrumpe todas las conversaciones, frío de testigos que juegan a palpar sueños de madera, frío de piernas juntas y palabras intermitentes.

Por detrás de la nieve, se desliza una mujer con abrigo y la habitación se torna blanda y apartada del mundo. Faros son sus ojos, porque atraen y avisan, porque miran de fuera adentro cada doce segundos.

Migas de cielo se desparraman por el patio, como si quisieran las nubes dejar un rastro efímero. Mosquitos blancos que pululan el frío, este frío asimétrico de cristales entornados, patios vacíos y maderas yertas.

Ráfagas de palabras abiertas que alimentan otros sentidos en cada doce segundos de poesía, vuelven a conducir al desorden del principio, mientras el tiempo se agota, se va agotando lentamente y no se rompe este frío.

La mujer nieva afuera con pasos cortos, cruzando el patio de mosquitos, con sus faros como dos ojos, pero deshecha ahora del peso del abrigo.

Mientras cruza, el humo testigo, desde la montaña, me deshilacha en renglones las palabras con las que escribo.

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