Conversábamos tranquilamente. De cosas intrascendentes, por supuesto. Pero las cosas mínimas y accesorias llevan adheridos espejitos brillantes en los que se reflejan las otras cosas, las importantes.

Fluyeron las palabras, escritas en este caso, aunque bien podrían haber sido pronunciadas en voz alta en mitad de una plaza. Digo esto, para introducir un vago concepto, necesario a pesar de su imprecisa definición, que no siempre es bien entendido.

Intimábamos. Hablábamos de cosas propias, de esas que no se comparten fácilmente. Esos asuntos que sólo pueden verse desde dentro de la piel cuando se mira más al fondo y no hacia afuera.

Temas que, al instante de doler, se vuelven espuma cuando uno reposa el gas que hizo que burbujearan con un suspiro. Como si intentáramos explicarnos sin saber bien qué estamos contando ni de quién.

Y en ese punto fue donde alcancé a verlo claro. Me di cuenta de repente, como si un fotograma se detuviera un momento en mitad de la película, que luego sigue, ajena al fenómeno percibido, contando la misma historia que se traía entre manos.

Hay más de uno mismo en lo que se escucha que en lo que se dice. Porque nos inventamos y nos cubrimos con una coraza que sólo se ve cuando choca suavemente con la que los demás llevan puesta, sin rebotar, traspasando y dejándose traspasar.

Tranquilamente, la conversación continuó, aunque dejamos de intimar. Nos asustó vernos tan por dentro, tan frágiles, tan parecidos, tan expuestos.