Instanteca

Una colección de instantes

Página 37 de 43

Salvavidas

Delgada, pero con formas, su belleza era un paisaje exótico. Su pelo era profundamente negro y adornaban su rostro unos grandes ojos, muy abiertos, de un azul clarísimo, casi imposible.

Hubiera llamado la atención en cualquier entorno, pero con aquel bañador naranja era muy difícil que pasara desapercibida. Desde el agua caliente de la piscina, ahora nado, ahora me paro, me pasaba la tarde capturando su imagen con miradas furtivas.

Nunca cruzamos palabra, una cierta barrera de edad me lo impedía, pero sí que nos dedicamos sonrisas abiertas cuando menguaba la luz de la tarde. Hasta que, un día, después de una discusión con un tipo alto que iba a verla de vez en cuando, aquellos labios se quedaron temblando en una mueca amarga.

Al día siguiente apareció vestida de calle, con cara larga y se puso a recoger sus cosas. Atendí cuando, otra chica, le preguntaba y ella respondía, un poco triste y un poco lejana, que no se podían salvar vidas con el corazón roto.

Nunca supe su nombre pero, gracias al tobillo, la recuerdo claramente siempre que va a cambiar el tiempo, y se me aparecen como en un sueño sus ojos claros de un azul inimaginable. Y recuerdo que estaba equivocada, que las heridas propias no impiden aliviar las ajenas.

Pero, para eso, hay que empezar por desahogarse primero.

Deudas pendientes

Si no hubiera nacido Serrat, si no se hubiese atrevido a cantar delante de una muchedumbre desconocida, yo no sería como soy.

El mundo que transitamos emite señales continuamente. Señales que encontramos o nos encuentran, que percibimos o que ignoramos en el tumulto de indecisiones con el que pasa la vida.

Algunas, sobre todo las que, por un cierto azar de cercanía, reconocemos enseguida, nos dejan marca permanente. Un acuse de recibo que se le devuelve a la vida, a veces, en el mismo instante y, a veces, mucho después de que acabe la urgencia de un conflicto y empiece la del siguiente.

Nos deforman o nos conforman, nos reconfortan o nos inquietan. Nos reforman y nos transforman, pero no les damos crédito hasta que —¡qué pronto pasa el tiempo!— son tan evidentes que no reparamos en ellas.

Si Lorca y Juan Ramón no hubieran sido poetas, si no supiera quiénes son Mortadelo, Forges, Mafalda o Julio Verne; si no conociera el nombre de la rosa, que el coronel no tiene quien le escriba, que hay una edad prohibida y que no es poco que amanezca, hoy no me gustaría este cielo color gris invierno que asoma por entre la niebla.

Aunque puede que este lejano razonamiento no te parezca acertado. Porque la distancia con la que se piensan las causas emborrona un poco la claridad de los efectos. Así que me acercaré un poco más con otro ejemplo.

Si tú no fueses como eres, yo no sería como soy. Si no me hubieses mirado nunca, nunca habría visto lo que ahora veo en ti a todas horas. Si tú no quisieras leerme, yo jamás habría podido escribir lo que he escrito.

Esta es otra de las tantas deudas que tengo contigo. Y quedan por venir algunas más, esparcidas en instantes en los que aún ni siquiera sabes que estarás y yo ni siquiera sé si seguiré siendo el mismo.

Collage

Sus manos eran, pianistas de piel, las de alguien que trabajó conmigo. Sus ojos tenían un universo en el iris, como el que portaba en su silencio aquella otra chica de mi pueblo adolescente.

Sus piernas frotándose con las mías tenían, en cambio, la suavidad de una tarde de otoño que viví en otro siglo. En sus hombros desnudos reconocí el temblor del verano en la playa cuando se recorre a tientas. La nariz pequeña que se acercaba, por instinto, con los ojos entornados, me resultó tan familiar que me colgaron los pies al borde del pecado.

Me tranquilizó la dulzura de sus labios jugosos, como los que vi en el semáforo cuando, llovía apenas en abril, huía de otro recuerdo. Sus susurros fueron micrófono y altavoz de cantante mejicana, al tiempo que su peso sobre mí tenía la consistencia de un baile muy lento en una fiesta de cumpleaños.

Pregunté su nombre a este collage somnoliento, pero no me contestó. En lugar de palabras, me devolvió la fragancia de tu perfume y estalló en una sonrisa etrusca desenterrada de otro tiempo.

Este es el efecto del extraño sortilegio, perverso y adorable, que algunas noches me juega la memoria cuando me duermo. Así que es cierto y, aunque me da vergüenza, tengo que reconocer que, a veces, sueño con mi propia Frankenstein. Y aunque comprendo que ella existe sólo un momento, también es cierto que, en ese momento, existe sólo para mí.

Cien días

Cien días es todo lo que queda. Cien pasillos que no conducen sino que desorientan. Cien respuestas vacías a ninguna pregunta.

Cien sopas de letras, cien jeroglíficos, cien puzles desordenados. Cien noches y, quizá también, sus cien lunas y sus cien cielos.

Cien salas quedan, ocultando en ellas cien mentiras, cien dudas, cien aciertos. ¡Cuántas veces supe que estaba escrito este final desde el comienzo!

Cien cartas me quedan, cien ecos dormidos, cien imposibles deseos, cien destellos. Cien delirios. Cien puntos y seguido, cien miradas sutiles, cien versos perdidos.

Y cuando yo solo, mitad Asterión y mitad Teseo, atraviese el umbral y cierre tras de mí la puerta, se esfumarán a la vez, en la realidad de la niebla, el tacto de tu hilo y la imagen del espejo.

Entonces, cuando todo sea nada y el mito se caiga y el hombre y el monstruo estén libres, ya nadie sabrá cuánto me existes, Ariadna.

Terremoto

Quiero la fresa de tus labios, para relamerme después en ese regusto ácido de la punta de tu lengua. Y que se me entornen los párpados, que me tiemble la voz y se me salga el corazón por los costados.

Mantener contigo un tacto desbocado, un roce divino de pieles contrarias y sextos sentidos. Beber gotas de tu pecho, fruncir tu espalda con mis dedos y notar que un hilo de tu voz me advierte del vaporoso placer de asomarme adentro.

Y cuando se enreden las piernas y nos olviden los pies fríos, cuando nos hayamos quitado de encima este silencio infinito y estemos tan en el centro y tan cerca que no podamos entender lo que pasa fuera, quiero que me arropes en mitad de un suspiro, que me suspendas en el filo de un terremoto y me pares el tiempo en ese instante.

Para darme un sitio al que volver cuando —como ahora, ya— sea demasiado tarde y sólo sepa buscarte entre los escombros.

Números inexactos

Cien es un número tremendamente inexacto, porque engloba una buena porción de significados confusos. Hay otros, en cambio, como, por ejemplo, noventa y ocho o ciento tres, que están dotados con una certeza inherente de la que el cien adolece.

Ni todo a cien, ni todos a cien. Eso pasa siempre, que los números redondos suelen entrañar una mentira. Lo que a veces cuesta explicar es si la aproximación cometida al redondear, se refiere al fondo o a la cantidad.

Mil y un puñado, son también números legendarios, que acarrean en su dicción guarismos fantásticos. Números con una potencia especial que no reside en el cardinal que implicitan, sino en su intención de simplificar vagos conceptos de abarcabilidad, de misticismo y de cercanía.

Pero de las varias clases que existen —complejos, reales, decimales, racionales, enteros, naturales, esotéricos y transfinitos, algunos de ellos esencialmente incontables—, mi favorito, por ningún motivo especial, es el número catorce. Y, total, puestos a escoger, preferiblemente miércoles.

Pero claro, hoy que lo es, y además veintiocho, se podría pensar que, por sólo multiplicar, ha de gustarme el doble. Sin embargo, cien veces te tengo dicho que hay operaciones inexactas que dan como inexacto resultado un número. Y cien es un número del que siempre hay que desconfiar.

Digamos mejor, entonces, que son noventa y nueve y el que corre. Este que acaba de terminar.

Deseo y memoria

Te digo que quisiera tener un ácido encuentro de mis labios con el caramelo de tu boca, para cambiar su gesto de un encogido amargo por tactos de azúcar liviano y tenue. Que quisiera comprobar si es tan bueno su sabor como mi imaginación promete clavándome hasta el fondo de los sueños las ganas de hincarle el diente.

Y te digo, también, que no quisiera pasar más tiempo sin beber del agradable manantial de miel y gemidos que hay escondido en tus senos. Ni sin apurar ese divino refresco suave cuando, muerto de sed, tus manos líquidas quisieran recorrer en mi cuello trazos espirales.

Que deseo encontrarte chocolate en cada vértice, duro y tierno, guinda menuda y pastel intenso, y buscar después un espacio paralelo en dónde comer dentelladas completas de tu carne firme, que tiembla y ríe, mientras se funde y asiente.

Tal vez te moleste que haya dicho esto, aunque no es mi intención. Pero es justo que entiendas a tu manera lo que escribo. Al fin y al cabo, cuando alguien se toma la molestia de leer y, desde ese mismo momento, son suyas las palabras. Incluso, si quiere, puede adquirir la curiosa y frecuente costumbre de inventárselas.

Pero no me regañes por eso. Repréndeme, si lo ves necesario, pero castígame por lo que haya dicho. Y no hagas como haces siempre un poquito, echarme en cara algunas cosas que sólo tú entiendes que he dicho.

O quizá soy yo quien echa balones fuera. Hagamos la prueba en un momento. No mires atrás en el texto y responde sinceramente a estas dos preguntas. ¿Qué palabras recuerdas haber leído de las siguientes: amargo, beso, suave y dulce? ¿Qué te sorprende más, mi deseo o que se cumpla?

Punto de inflexión

Las curvas los tienen, entre cabriola y cabriola por el aire. Allí donde, no es sencillo explicar por qué, lo cóncavo trasmuta a convexo o al revés, surge un punto plácido en el que nace el desequilibrio inherente al cambio.

Como ocurre en ese lugar en el que la piel se deshace suavemente cuando, entre cintura y cadera, pasa la mano por la frontera que une y separa el aprecio del deseo, la admiración de la lujuria y el tacto inocuo del desenfreno.

Puntos de inflexión que a todos nos han sucedido. Y nos ocurren sucesivamente, sea cual sea la trayectoria, cambiando la convexidad de nuestra propia historia y la de los demás cercanos.

No hay reglas definidas sobre qué puede ser lo que cataliza. Tal vez un hombre o una mujer, unas manos o una boca, un traspiés o un frenazo, un sesudo profesional de la psiquiatría, un poema o un inacabable golpe de tos, que te alerta sobre los peligros del tabaco y que se añade al valor tan alto que te sale de colesterol.

Sin embargo, lo más frecuente ——no me gusta la palabra normal——, es que pase a todos desapercibido, especialmente a uno mismo, hasta que sus efectos ya son difíciles de ocultar en ninguna parte.

Entre los vaivenes que van del amor al desamor —el odio es otra cosa—, en el pasito pequeño que desanuda el aprecio hasta llegar a desprecio y viceversa, en todas las comisuras de todos los labios de fresa llegados o por venir, hay, escondidos y desatados, muchos puntos de inflexión.

Pero el último que recuerdo, el que me tiene a un tris de cambiarme y hacer de mí un ser humano, si no nuevo, por lo menos, al que todo el mundo parece mirar de forma distinta, ni lo esperaba ni ha partido de mí, sino de las manos de una dietista.

Y aunque —¡qué decir mirándose al espejo!— me la cabe la ropa mejor y tengo menos barriga, hay ratos y días en los que pienso que ——nótese la amarga y doble intención— en este punto de inflexión estoy perdiendo los mejores kilos de mi vida.

Dragón dorado

He visto un dragón con mis propios ojos. Un dragón desalmado, con cara de furia y ojos enigmáticos. Que no sé si sufría por acorralado, o, simplemente, desencantado con su suerte metálica.

Tenía brillantes escamas doradas, dientes afilados como alambres de oro y un cuello inmenso y largo que se estrechaba en su garganta, ahíta ya de no haber echado nunca fuego.

Pulsé el botón, imantados mis ojos en su bruñida coraza, imaginando princesas que rescatar del cristal. Y el dragón se retorció de dolor en su urna. Movió las alas —que, cuando no sirven para volar deben estar rellenas de una tristeza inútil—, resopló con ira centenaria y movió la boca en un estertor para decirme algo que —dichoso idioma de los dragones— no supe entender en ese momento.

Vi también un circo con leones que saltaban aros, un gato relamiendo leche derramada, un barco mecido entre las olas de unas tablillas que marejaban el espacio. Todos en urnas, perfectamente aislados y, obedientes hasta el extremo, embebidos en la física de su mecánica sorprendente y rotatoria.

Pero todos tenían, no había más que fijarse en sus caras, la mirada perdida, el gesto vacío y un alma descolorida y rutinaria. Por eso, cuando salí de aquel monstruario de inocentes, me llevé a casa, adosada y cíclica, su propia e intensa melancolía autómata.

Ahora, aquí, detrás de la pantalla, escribiendo esta historia imaginaria de artefactos, he descubierto que no era furia sino angustia lo que aquella criatura vociferaba. Que no vociferaba, sino que me hablaba al oído con desesperación. Que no era amenaza, sino aviso. «Todos somos autómatas», me decía el dragón, «todos somos engranajes, todos somos urna y todos somos botón».

Y ahora, aquí, detrás del cristal de la pantalla, escribiendo esta historia de otrómatas sensibles y dragones sin princesa, he pensado que tal vez haya alguien en otra piel imaginaria que esté ahora recordando cuánto brillaban mis escamas. Y que piense si, cuando pulsó mi botón, quise decirle algo al mover los dedos sobre el teclado.

Aunque estoy convencido de que las palabras del dragón vienen traducidas de un idioma extranjero, de esos que siempre nos confunden ser con estar y a todos con cada uno.

Cuando digo ahora

Ya es pasado. El presente se esfuma hacia delante, a una décima de segundo. Extiendo las manos para tocarlo y se escabulle entre la maraña de células que lo protegen del tacto.

Cuando escucho tu voz, ya hace tiempo que me hablaste. Cuando noto tu dedo recorriendo mis labios, ya andan tus manos en otro trayecto. Cuando el ruido de la puerta viene seguido de un golpe de frío glaciar, entiendo entonces que te fuiste mucho antes de llegar a ningún sitio.

El momento en que descubrimos que el sentimiento aparece, siempre es un recuerdo. Por eso nos sorprende la vida en cada instante y se encapricha el azar, porque van por delante, tan cerca y tan lejos que nunca los podemos alcanzar.

Nos engaña el cerebro y nosotros nos dejamos engañar como criaturas fugaces, tan fugaces como el presente que se filtra tapando la realidad. Palpamos el humo creyendo que es carne, que es agua, que es calor… pero todo es pasado, todo es falso, todo es camuflaje sutil y neuroquímica del azar.

Cuando digo ahora, ya es pasado. Sin que siquiera se consuma el tiempo de parpadear ni el de rellenar los huecos en negro que suceden en la retina con el fotograma siguiente. Se estira el presente, como un horizonte cruel, que avanza delante, a nuestro paso, pero una décima de segundo más allá.

Y aunque en este presente sé que sólo beso tu niebla, tus labios de ayer permanecen en mí tan dulces, tan sólidos, tan reales… Se parecen tanto a un ahora, que consiento libremente en dejarme engañar por la memoria.

¡Qué impenetrable membrana! ¡Qué inalcanzable frontera! ¡Y qué desconsuelo pensar que, tras este invierno crudo para el corazón y para la cabeza, a una décima de ti, a una décima de mí, nos está acechando a destiempo, quizás, la primavera!

« Entradas anteriores Entradas siguientes »

© 2025 Instanteca

Tema por Anders NorenArriba ↑