Cinco maletas sobre la cama parecen desplegar un adiós sereno cuando decidimos clasificar en ellas los recuerdos. Las palabras caben en una, los gestos en otra y en la tercera el equipaje de sueños que trajimos de nuestros viajes hasta el fondo de los ojos. Otra para las huellas que quedaron en la piel y en el corazón. Aunque dudo que en la última quepan los detalles completos de todo eso que nunca quisimos llamar amor.

Cuatro esquinas tiene la suerte, cuatro esquinas que hemos rozado, pero en ninguna hubo espacio suficiente para retener lo que tuvimos en las manos. Cuatro esquinas, cuatro labios, cuatro vidas y un solo mundo, forman un laberinto despiadado del que cuesta mucho salir aun sabiendo exactamente por dónde anda el hilo que dejamos abandonado.

Tres colores son los que invaden el dibujo de sombras que hay trazado en las retinas. El negro de la noche de tus ojos, el rojo ansioso de tus labios y el azul celeste de las nubes etéreas que modelamos y de las que tan difícil es salir indemne.

Dos finales tienen todas las cosas, dos finales contrarios. Que, en el fondo, son el mismo, porque recuerdo y olvido siempre se acaban uniendo en el infinito con la ausencia que los ha provocado, la que les da y les quita sentido.

Una noche de éstas acordaremos, no importa quién dé el primer paso, que hay que empezar a huir hacia fuera, en lugar de seguir esperando. Que el mundo, a veces, encuentra a quienes salen a buscarlo, pero nunca a los que se quedan quietos. Una última lágrima te consiento, sólo una: la de saber que sólo se pierde lo que no se puede guardar.

Nada… Y después, nada… Azar… Porque tú ya sabes que no hay camino. Que se hace camino al azar.