Llevaba las manecillas del reloj clavadas en un lugar innombrable cuando me entregué a la certidumbre de la mecánica simple. Comprobé las palancas y los pedales, introduje la llave y ésta giró con suavidad, como siempre, como tantas veces, como tantos días de seguridad casi inconsciente.

Esperaba, más que como deseo o como consecuencia, como parte de la propia acción, sentir el traqueteo indeciso de la máquina, ese carraspeo doloroso de tos reseca por carbonilla que inunda de ruido las mañanas cotidianas. No se piensa, es un acto reflejo, una certeza de esas que condicionan la vida y que se dan por supuestas, por sobreentendidas.

Pero no, por única respuesta al giro de muñeca, en lugar de una risotada de gasoil, se oyó el ruido de un coco cayendo en una playa desierta: «cloc». Probé varias veces la misma acción, cada vez urgido por más prisa, cada vez más incrédulo ante la fatalidad. Debí hacerlo muchas veces, hasta que dejé pelado el cocotero porque, en el último intento, dejó de oírse ningún otro ruido que el tictac del reloj llegando tarde a la hora prevista.

——Eso va a ser la batería ———me dijo el mecánico del taller que hay dos calles más abajo———. En media hora subo con una de repuesto y allí mismo hacemos el cambio. Aunque también podría ser el motor de arranque. Bueno, ya veré cuando suba.

Vivir en un sitio pequeño tiene este pequeño inconveniente-ventaja del conocimiento y, media hora después —efectivamente, esta es la parte más increíble de la historia—, tenía al mecánico con una extravagante pistola llena de grasa en la mano comprobando la carga de la batería en cuestión.

———Pues… Esto está un poco bajo pero… No sé… ¿Cómo dice que suena?… A ver, dele otra vez a la llave que lo escuché yo.

Y no sé si para evitar contacto con aquellas manos grasientas, o para no quedar en ridículo ante un experto, o para ponerme a mí como venganza por la poca atención que le tengo, el coche contestó arrancando con un «brrrrmmm» y una nube de humo, mientras yo sentí que todos los cocos que tiré en la playa me iban dando en la cabeza de uno en uno.

———Pues yo no he tocado nada ———sonrió el mecánico de oreja a oreja. Y volvió a su gesto circunspecto para decirme con tono casi parental———. No se preocupe, estas cosas suelen pasar.

Es curioso cómo desde entonces pienso a menudo en el coche. La inquietud de su extraño comportamiento lo ha trascendido al mundo de lo consciente, ha convertido en real y opaco lo que antes parecía ideal y transparente. Ahora veo el coche con los ojos de otro, como si un terremoto me hubiera movido de sitio todas las cosas que sé.

La duda es una planta que siempre brota vigorosa con una sola vez que se riegue; la siembre quien la siembre, se plante donde se plante. Y se extiende salvajemente por todas partes, en todas direcciones, atrapando en sus espinas incluso a la mano que la sembró.

Tal vez, cien aciertos sean suficientes para entrar en el corazón de los seres queridos. O nueve meses, o un guiño. Pero, a lo que parece, si es verdad que cien te meten, mil te sacan directamente hacia el olvido. Hacia un olvido transparente que mantiene la desconfianza a un solo error de distancia.

A todos nos pasa, lo sabemos perfectamente porque siempre nos deja heridas, que un error pesa (y nos interesa) mucho más que todos los aciertos de una vida.