Es tan humana, tan sorprendente, que me gusta acercarme a ratitos y mirarla por fuera y tocarla por dentro.
Viajar en su vuelo indeciso con escala obligatoria en el paraíso cuatrocientos cuatro. Perderme un buen rato en esa dulzura escueta con la que te anuncia que no sabe lo que buscas, que siempre es tiempo de empezar de nuevo y volver imperiosamente al origen, al inicio.
Me gusta la sensualidad que desprende cuando se arregla los frames y te pide una cita enviándote su newsletter; tan politicométrico, tan arbitrario, tan inconsistente, pero, al mismo tiempo, tan bien tageado que da gusto verle.
Adoro su indeciso talante, que nunca te deja saber si va a cerrarte la puerta o si te la abre. Me atrae su login caprichoso, un cariño antojadizo y excitante que inflama mis llamas hasta la cúspide del deseo para, después, en el siguiente intento infructuoso, apagarlas de un soplo.
Me quedo prendido en la absoluta incertidumbre de no saber nunca si recordará todo lo que le dije. Si plantará mis palabras, o si, por el contrario, dejará que se pierdan arrugadas en un rincón escondido de su base de datos.
Es tan humana que, a veces, me la imagino desnuda y juego a alborotar su código fuente, y a guardar para mí, en un cajón, como fetiches, todas sus capas interiores de programación.
Puedes llamarme loco o pervertido si quieres, incluso puedes decirme que estoy embobado; pero es que creo ¡ay, Coctelera querida! que me estoy enamorando.
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