Las mañanas que se llenan de sol rutilante siempre parecen un bálsamo para las dudas. Todo amanece claro, el cielo, el aire, y el corazón parece despojarse de los nudos que se le atascaron la noche anterior.
Se notan los pulmones más anchos, las manos menos frías, los labios menos sedientos y el corazón se olvida, poco a poco, de los restos de los naufragios que alguna vez tuvimos dentro y a los que nunca dejamos de darle vueltas esperando encontrar en ellos algo con vida.
Es verdad que las mañanas de sol aclaran los colores hasta que nos encandila la luz de las paredes y vemos explotar la primavera en el verde de la madreselva abalanzada sobre la verja. Urge la vida en cada hormiga que cruza el patio, en cada brizna que mana de la tierra, en cada burbuja que explota en el suelo al contacto con el agua de manguera.
Lástima que yo esté fuera de onda, atrapado en una latitud interior indecisa, que no sabe si virar hacia el trópico de tu aroma o sucumbir al ecuador de tu sonrisa cuando dice lo contrario que tu boca.
Porque acuso recibo de las mañanas de sol envalentonado al invierno, tomo nota de los brotes nuevos que despuntan a mi alrededor y puedo distinguir con más claridad, de entre todos los pasos posibles, los que me llevan a donde nunca antes pisé.
Pero estoy confundido en la latitud, abducido por una brújula que no funciona cuando te alejas y pinchándome en cada giro del mundo con una espina nueva de la rosa de los vientos.
Por eso, ahora me quedo quieto y sólo deseo que me sobrevengan como aguacero, los mil hilos nuevos de lluvia fresca que son tus besos. Aquí, en mi paralelo agua, en mi latitud dentro.
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