¿Te he hablado alguna vez de la tristeza? No sé, así, sin querer recordar demasiado adentro, sin ni siquiera apartar los diques que la memoria construye para protegernos… mmm… creo que no.

El caso es que vivo en mi propia montaña rusa y ya sabes que puedo cambiar de saltar entre las nubes a levantar el polvo del suelo en un solo vuelo. De flotar a ras de cielo y notar en el estómago una inquietud de mariposas puedo pasar, en un instante, a notar vértigo, corcho en los oídos y un vacío bajo los pies que me asusta de las sombras.

Soy melancólico muchas veces y, muchas más, nostálgico. Los hilos que estira el ayer me vuelven la vista y busco en ellos las pistas que me ayuden a crecer. Pero no, no, no me asalta nunca la tentación de volver y esquivo como puedo las aristas de todo aquello que casi, pero no fue.

No soy romántico, ni resulto nada empalagoso —¡bueeeeno! ¡pues a ti sí!—. En cambio, sí que me confieso sentimental, hieráticamente sensible, con tendencia al insomnio y lunático desde que nací, o puede que incluso antes.

Mis cambios de humor son inquietantes e impredecibles, pero… ¿tanto como triste?… no recuerdo. Ni siquiera sé lo que significa eso. Contigo nunca existió esa palabra en mi diccionario.

Claro que, ahora que ya no te asomas por aquí… dices que estoy ausente, «enmimismado» y con la cara ojerosa. Que escribo peor y siempre sobre las mismas cosas. Pero, ¡qué va!, eso no es tristeza; en todo caso, mediocridad.

No es nada, puedes estar tranquila, no te preocupes por mí. Es sólo que al irte, me dejaste con una indigestión de mariposas de colores. Y ya sabes que, si no me cantas por las noches, me cuesta un poquito dormir.