Una colección de instantes

Secreto (Página 7 de 9)

Bizcocho

——Parece que ha crecido un poco, ¿no? ——dijo mirándome a los ojos——. Antes estaría así, más o menos ——y extendió tres dedos.

——Pssssiiii ——dije yo sin estar muy convencido y me asomé a verlo.

No se veía mucho a través del cristal del horno, sólo mi cabeza, que giraba muy despacio, contenida en un recipiente hondo. Ella se apartó al otro lado, se apoyó en la columna y seguimos charlando de esos importantísimos asuntos banales de los que están hechas todas las complicidades.

——¿Sube o no sube? ——preguntaron de nuevo las voces de la sala——. ¡A ver si es que tiene pocos huevos!

Algo más tarde, volví a asomarme y me quedé asomado, mirando a cada instante, embobado. Veinte risas después, y alguna carcajada, el olor y la impaciencia nos decidieron a abrir el horno. Pero el espectáculo me decepcionó sobremanera. Allí sólo había un recipiente redondo de cristal, conteniendo un objeto dulce, sí, aunque inocuo.

Pero las piernas que yo miraba girar, no, no, no. ¡No estaban en el bizcocho! ¡Bah!

El lunar de De Niro

A veces ocurre. Sale en la pantalla un tipo normal al que te pareces vagamente. Le sigues atentamente, un fotograma por detrás, con la curiosidad de saber a dónde va y de dónde viene.

Luego sale ella, rubia, inquieta, y notas que quisieras reconocerla. Se cruzan, se encuentran y parece como si el eje del mundo se doblara a favor del viento, como si el centro del universo se enredara en una librería.

Y siempre es navidad y siempre son las tardes tranquilas y no parece que haya nada más que ellos en el mundo. Ella mueve los ojos mientras vacila y él apenas puede dejar de hablar. Y se siguen acercando, en busca de algo más profundo, hasta que se acercan de más y se dan cuenta de que no pueden.

Entonces, por más que se esperan, nada sucede. O mejor dicho, sucede que se desencuentran, que se descruzan, que se desviven y que llueve.

Y, mientras llueve, ella conduce a toda velocidad, para llegar tarde al triste destino de despedirse, cuando derrapa en una recta del azar. Él se lleva sus ojos tristes hacia otro lugar en donde buscar los tiempos felices que ya da por perdidos.

Entonces, cerca del final, cuando siempre es navidad, empiezas a pensar que no. Que no se ve el dolor ajeno, que tú no eres el tipo equivocado, que no pueden servir para tan poco las palabras. Y que el lunar que tiene en la cara De Niro, tú, lo tienes en el ombligo.

Y al final, veinte años después, cuando ya no tienes edad de creer y mientras van subiendo los créditos, se te ocurre imaginar que, quizás, ella te tenga un asiento reservado que tú puedas ocupar.

Aunque no vas a empeñarte en que sea el de al lado. Que eso no importa tanto, que puedes sentarte unas cuantas filas detrás. Y así, cuando las rectas vengan torcidas, ponerte a mirar ese dulce reflejo que ella siempre proyecta sobre la ventanilla.

Y confiar en que, quizás, cuando el tiempo se vaya haciendo pesado en las manecillas, también ella mire para atrás.

Esas tardes

Aparentemente no hay nadie alrededor. La tarde cae tan simpática y tan leve que no te permites estar triste. Se pone en marcha el piloto automático y las rutinas te envuelven en un visillo que no oculta el ruido del frigorífico, las voces de la calle, el frenazo de la moto…

Todos los sonidos son mecánicos. Los escrutas detenidamente, casi sin querer, como intentando convencerte de que estás solo. Escuchas la música que te apetece y aunque la voz que te envuelve es cálida y el mensaje te concierne de un modo u otro, sabes que la voz no es de nadie real a quien puedas recurrir.

Decides pararla para ver que sucede, extrañado del ambiente que se desparrama y notas como el ordenador se enfurruña con un runrún malsonante que se te hace insufrible. Gime el sillón ante el más leve movimiento, notas que llega hasta el dolor una simple rozadura que te hiciste con el armario y escuchas el tictac del reloj como si te latiera dentro del pecho.

Entonces te quema el teléfono en las manos, te arde la agenda en los ojos y, entre cada pulsación, transcurren mil pensamientos que no habías invitado. Y te derrotan las dudas cuando terminas la frase que ni siquiera habías empezado cerrando el móvil, apretando los ojos y reclinándote hacia atrás en el asiento.

No. Aparentemente, no hay nadie alrededor y nada sucede. Pero algunas tardes, algunas tardes de sol, algunas tardes que se extinguen poco a poco dejando que la vida se funda en un tono más mate, algunas tardes de esas entiendes que, por muy sólo que estés, ella está contigo nunca y siempre.

Y es que algunas tardes, esas tardes que navegan por ese río fronterizo que consiste en estar y desestar al mismo tiempo, esas tardes en las que no encuentras el sitio, esas tardes, siempre escogen para terminar el desenlace más horrible…

Que al final, las sobrevives.

Combustible

Se enciende la luz amarilla, parpadeando primero, como una mariposa esquiva que no sabe si volar. Al poco tiempo se queda fija, perdida, con un destello imperioso de problemas que se acercan.

Entonces uno se siente intranquilo, se remueve en el asiento con cada paso de la procesión de hormigas que salen de todos los huecos. El volante se endurece, se retuerce en las manos y se borran del mapa todos los destinos.

Todas las carreteras que uno percibe parecen cruzarse en el mismo sitio y se forma un nudo de comunicaciones en el motor cuando ya no sabes si pisar el acelerador o el freno. Si mantener la velocidad o pararte. O volver atrás, deshacer el camino y olvidar el viaje.

Entonces llega, se ven por fin en el arcén las rayas discontinuas que te dan un respiro y te lo anuncia un cartel con bordes anaranjados. Paras en la ventanilla, suspiras aliviado por encontrarla a estas horas que no son las suyas y cuando le tocas al cristal te da lo que necesitas.

Con el depósito lleno, todo parece empezar de nuevo, todo vuelve a estar bien, porque las palabras son combustible. Y yo consumo muy poco. Cuatro «te quieros» a los cien.

Yo no quiero ser Harrison Ford

Es verdad que todo el mundo le conoce, que es famoso, que enciende los flashes allá por donde va. Que va regalando autógrafos y que siempre lleva una alfombra roja en los pies. Sin embargo, cuando sea mayor —qué cosas más curiosas se piensan en días como hoy—, yo no quiero ser Harrison Ford.

¡Qué sí, qué sí! Que ya sé que gusta porque tiene un no se qué madurito, entre atractivo y sexy. Que supongo que será millonario, que tendrá coches caros, que nunca pasa desapercibido. Pero el caso es que, cuando sea mayor, yo no quiero ser Harrison Ford.

Porque, cuando el tiempo avance, yo no quiero que dudes nunca de si tal vez puedo ser un replicante. Porque no quiero que creas que todo lo que hice estaba escrito en un guion y que sólo actuaba para la cámara. Porque no me gusta nada que me confundan con la gente de los látigos, ni con la de las espadas.

Si me gusta, si me parece un gran actor, si me emocionó verle la cara mientras su hijo le enseñaba a atarse los zapatos. Y alguna vez hasta me ha hecho soñar que descubría un tesoro enterrado a lo Indiana Jones o que luchaba contra los malos en plan socarrón desde el Halcón Milenario o que era un presidente que vivía en un avión. Pero es que yo, cuando pasen los años, no quiero ser Harrison Ford.

Si no digo que no sea un tío majo y pinturero, ni que no esté envejeciendo bien, ni que haya vivido mucho y mucho tenga que contarle a sus nietos. Seguro que es un tipo estupendo, que sabe montar a caballo y caer de pie cuando salta de un edificio en llamas. Pero no, por más que sé que mi calvicie avanza, yo no quiero ser Harrison Ford.

Cuando sea mayor, yo no quiero ser Harrison Ford, porque lo que quiero es no ser mayor, seguir siendo adolescente o tener dos edades diferentes, que se lleven las dos fatal y te produzcan un efecto Serrat. Para que así, y así que pasen los años, dondequiera que estés, te acuerdes de mí al leerme. Y te parezca que todo está escrito para ti, incluso sin conocerme.

O es que ya soy mayor, o es que no sé lo que quiero. O todo a la vez y las dos cosas primero. O es que, en el fondo, me gustaría ser como Harrison Ford. Serán cosas de la edad.

* * * *

Y ahora es el momento, ya me toca soplar las velas de dos cumpleaños. Como adolescente sólo se me ocurren imposibles y extraños deseos. El de dejar de ser Aries por un tiempo y hacerme Sagitario, o el de no dejarme este amor tan pequeño, encontrado y perdido en el mismo calendario.

Como mayor, deseo poco: poder devolver todos los bailes que dejé prometidos, encontrar algún día los abrazos perdidos que no pude dar y que haya un sexto sentido que aún me desvele. Y que el adolescente y yo sigamos unidos, que tengamos suerte y que siga siendo caprichoso el azar.

Dulce y amargo

Calculé mal la fuerza y, en el primer intento, sólo pude rozarle una esquina. Me supo a poco esa eléctrica descarga de adrenalina, esa fina textura que se me deshizo en un juego de sensaciones contrapuestas.

Me remordieron entonces las ganas de probarla más adentro, de tocar su superficie fina y sedosa, de invadir su morfología perfecta. Sentí crecer un amago de concupiscencia con el que encerrar entre mis dedos su más vaporosa esencia desconocida.

Así que entreabrí los labios un poco y ella quiso asomarse, aún vestida de extraña. Su olor levantó cielos de aire nuevo, su tacto mareas de espuma lejana, su cercanía un anhelo de abriles que disolvieran las distancias.

Ni siquiera hizo falta apretar los dientes cuando, por fin, su corazón frágil se me deshizo en la boca. Entonces sentí cómo me explotaba en la lengua, cómo se deslizaba hasta la garganta y esa dulce caricia de labios a punto de apretarse.

Dulce y amargo son los sabores de la vida y ella me los ha grabado en el paladar, aunque apenas he empezado a tocar su superficie íntima. Pero, en su resistencia terrosa a la saliva, he encontrado todas las puertas secretas que llevan de la euforia más intensa hasta lo incontenible de la melancolía de que su sabor me llegue y se me extinga a todas horas.

¿Y sabes? Dirás que estoy loco, sí, pero sentí como si ella viniera por su gusto, como si hubiera estado esperando el momento de derretirse en mi boca.

Aunque ya sé que una pastilla de chocolate amargo no puede tener voluntad propia.

Moscas

Hay una mosca paseando por mi pantalla. Peluda, oscura, como una sombra fantasmagórica que se proyecta en esta claridad de neón. Debió entrar en un descuido del azar, cuando las cintas de la cortina que hay en la puerta se abrieron al viento.

¡Menudo argumento para escribir! Ya sé que te decepciona un poco. Pero es que, al mismo tiempo, me sugiere metáforas difíciles de expresar cuando me meto en su vuelo aleatorio, en su búsqueda irracional de destino electrónico.

Parece perdida en un laberinto de letras. Va y viene, zumba, se para. Visita muchas veces el mismo sitio y no hace más que pasar por delante de la pantalla. ¿Estará leyendo lo que escribo? ¿Sabrá que la sigo con la mirada?

Tal vez Kafka podría opinar mejor que yo sobre el asunto, pero el caso es que me pregunto si no hago yo lo mismo, si no lo hacemos todos, si no encontrar lo que se busca es la mejor razón para seguir vivo.

Y porque, aunque la vida a veces nos parezca una mierda, siempre le andamos dando vueltas para que nos haga un hueco y nos deje descansar en ella antes de levantar el vuelo.

Mejores cabezas que la mía ya se fijaron en las moscas y en esta segunda inocencia revoltosa e inútil en sí misma. Mejores corazones diseñaron laberintos más oscuros, mejores vidas buscaron la salida y no la pudieron encontrar.

Y ahora que ya no quiero ser gusano ni abeja, ahora que entiendo que no puedo ser mariposa ni libélula, me alegra ser mosca al menos e ir visitando, como un puntero, las cosas pequeñas del mundo, para fijarte en ellas. Entonces, casi sin pensarlo, me ajusto las gafas, despliego las teclas de mis alas y me pongo a revolotear.

Fíjate bien. Hay una mosca paseando por tu pantalla. Peluda, oscura, como una sombra fantasmagórica que se proyecta en esta claridad de neón. Te debió entrar en un descuido, cuando, y sólo durante un momento, dejaste abierta una rendija de tu ventana. ¿La estarás siguiendo, como yo te sigo, con la mirada?

Puede que aún te decepcione un poco, pero para una noche sin fantasmas, me parece un buen argumento. ¡Ainss! Pero ya sabes qué me pasa. Que me entretengo.

Efecto mariposa

Los cambios producen efectos secundarios, no siempre deseados ni siempre indeseables. Cualquier pequeña rutina que se altera influye en muchas otras, en otros ámbitos, en otras personas, en todo. Como un engranaje que patina y hace que la toda la máquina suene y actúe de otro modo.

La fuerza de la biología es limitada, pero inflexible. Todo está entrelazado, todo interacciona mutuamente y los cambios imprevistos que suceden pierden el alivio de tener una causa concreta contra la que luchar.

Los efectos se ven enseguida, un malestar espontáneo que no se sabe si ya estaba antes pero que, al menos, no lo parecía. Un mareo absurdo, un dolor ilocalizable, un picor irrefrenable. Una pesadez de párpados, un estado de ánimo variable o una tirantez en el muslo.

Pero hay secuelas más sutiles que después se derivan. Detalles más íntimos que nos vulneran mucho más en el fondo y que se nos quedan dentro mucho tiempo. Una palabra que brilla distinta dentro de cada mensaje, un pensamiento difuso que da vueltas sin encontrar vocablos que lo alberguen, una mirada perdida en un punto lejano, un detalle que antes se escapaba y que ahora se hace patente. O el hecho de darse cuenta, de repente, de cuánta gente hay embarazada.

Hay múltiples causas encadenadas para cada cosa que sucede, para cada pensamiento que se activa, para cada sueño del que se despierta envuelto en sudor. Cada desperfecto tiene un sentido, cada defecto tiene una función, cada sombra que tapa el camino delinea a su modo los bordes del sol. Cada carencia existe sólo cuando existe su compensación.

En esta complejidad quiero encontrar el hilo conductor que me explique por qué necesito este insomnio y de qué pesadillas me libra. Será porque cuando los deseos se agitan y se destapan, nada se escapa y, tarde o temprano, todo se pone perdido de espuma. Porque no hay efecto mariposa que no haya empezado en el sueño inocuo de una oruga.

Gemido

Estabas dormido y aún no sabes si estás despierto cuando, a lo lejos, se oye un gemido, como en un sueño. Un gemido sordo que va creciendo, que se deshace en el oído con la incertidumbre de no saber lo que significa.

Cada vez se escucha más cerca, más fuerte. Empieza a temblar el pulso, a agitarse la respiración. El corazón acelera el ritmo y te laten las sienes como un verso monótono que no rima, con una cadencia incontenible y asimétrica.

Se oye mucho más adentro, mucho más deprisa, mucho más claramente. Es un gemido profundo, gutural, insolentemente gestado. Un gemido claro y oscuro, que brilla, que fosforece, que perturba, que deja ronco el ánimo.

Un gemido que va rolando por todos los puntos cardinales de la noche, que pasa de ser sencillo a parecer inhumano cuando el mundo se tensa, se desdobla en el gemido durante unos segundos interminables y entonces ella explota por debajo, desde dentro, interrumpiendo con un te quiero la armonía del instante, el equilibrio de la respiración, la consonancia de la frase.

Parecía haberse ido en el sudor, que había terminado todo tras un jadeo. Pero no, el silencio sólo dura un pálpito y sigue sonando por dentro ese gemido ambiguo. Un gemido pueril y estresante, un gemido que parte la noche en dos cuando te das cuenta de que es tuyo, que lo tienes dentro, que sigue ahí, que no provenía de nadie.

Gimes entonces, vuelves a gemir, sigues gimiendo con un estrépito sordo que va creciendo, que deshace por la garganta la incertidumbre del corazón, la de un Asterión encerrado en el laberinto, como en un sueño, a lo lejos, mientras estabas despierto y aún no sabes si te has dormido.

Instanteca

Estas horas parecen espiarme cuando se toman su tiempo para ir resbalando por las pantallas, cuando se toman su tiempo entre palabra y palabra nunca dicha, cuando se toman su tiempo entre reglones consecutivos que apenas expresan círculos de nada para acercarse a los vértices de todo, cuando se toman su tiempo pero nunca su espacio.

Este sillón que me tiene anclado a las puertas de otro mundo me impide a la vez el paso y el retorno, me expulsa y me invita a un paraíso inútil y fosforescente en el que no caben más que dos sentidos, de los que ninguno es el común.

Estas teclas que se hunden en mí, me devuelven de uno en uno los golpes no recibidos, se rebelan altivas ante el peso de unos dedos inseguros y sólo consigo extraer de ellas una retahíla de mudos sinsentidos que apenas duran el tiempo que tardo en existir.

Y por si faltaba algo, por si todo eso fuera poco, por si no fuese ya mi situación suficientemente extraña, él está enfadado conmigo porque ahora cree haberse dado cuenta de que no le sirvo para nada.

Pero yo estoy muy contento de servirle para tanto y sé que le importo. Mirad si no todo el cariño con el que me está diciendo que le estorbo.

« Entradas anteriores Entradas siguientes »

© 2025 Instanteca

Tema por Anders NorenArriba ↑