Los cambios producen efectos secundarios, no siempre deseados ni siempre indeseables. Cualquier pequeña rutina que se altera influye en muchas otras, en otros ámbitos, en otras personas, en todo. Como un engranaje que patina y hace que la toda la máquina suene y actúe de otro modo.

La fuerza de la biología es limitada, pero inflexible. Todo está entrelazado, todo interacciona mutuamente y los cambios imprevistos que suceden pierden el alivio de tener una causa concreta contra la que luchar.

Los efectos se ven enseguida, un malestar espontáneo que no se sabe si ya estaba antes pero que, al menos, no lo parecía. Un mareo absurdo, un dolor ilocalizable, un picor irrefrenable. Una pesadez de párpados, un estado de ánimo variable o una tirantez en el muslo.

Pero hay secuelas más sutiles que después se derivan. Detalles más íntimos que nos vulneran mucho más en el fondo y que se nos quedan dentro mucho tiempo. Una palabra que brilla distinta dentro de cada mensaje, un pensamiento difuso que da vueltas sin encontrar vocablos que lo alberguen, una mirada perdida en un punto lejano, un detalle que antes se escapaba y que ahora se hace patente. O el hecho de darse cuenta, de repente, de cuánta gente hay embarazada.

Hay múltiples causas encadenadas para cada cosa que sucede, para cada pensamiento que se activa, para cada sueño del que se despierta envuelto en sudor. Cada desperfecto tiene un sentido, cada defecto tiene una función, cada sombra que tapa el camino delinea a su modo los bordes del sol. Cada carencia existe sólo cuando existe su compensación.

En esta complejidad quiero encontrar el hilo conductor que me explique por qué necesito este insomnio y de qué pesadillas me libra. Será porque cuando los deseos se agitan y se destapan, nada se escapa y, tarde o temprano, todo se pone perdido de espuma. Porque no hay efecto mariposa que no haya empezado en el sueño inocuo de una oruga.