Se enciende la luz amarilla, parpadeando primero, como una mariposa esquiva que no sabe si volar. Al poco tiempo se queda fija, perdida, con un destello imperioso de problemas que se acercan.

Entonces uno se siente intranquilo, se remueve en el asiento con cada paso de la procesión de hormigas que salen de todos los huecos. El volante se endurece, se retuerce en las manos y se borran del mapa todos los destinos.

Todas las carreteras que uno percibe parecen cruzarse en el mismo sitio y se forma un nudo de comunicaciones en el motor cuando ya no sabes si pisar el acelerador o el freno. Si mantener la velocidad o pararte. O volver atrás, deshacer el camino y olvidar el viaje.

Entonces llega, se ven por fin en el arcén las rayas discontinuas que te dan un respiro y te lo anuncia un cartel con bordes anaranjados. Paras en la ventanilla, suspiras aliviado por encontrarla a estas horas que no son las suyas y cuando le tocas al cristal te da lo que necesitas.

Con el depósito lleno, todo parece empezar de nuevo, todo vuelve a estar bien, porque las palabras son combustible. Y yo consumo muy poco. Cuatro «te quieros» a los cien.